Ser profesor no es nada fácil. Como en cualquier otra profesión en este noble trabajo encontramos toda clase de personas. Me permitirán que escriba sobre muchos profesores que he conocido tanto como alumno como de compañeros. El profesor es un héroe del ruido, diariamente está sumergido en una vorágine docente en la que suceden muchísimas cosas buenas que no son noticia. .

Nos enfrentamos a mentes angelicales o a adolescentes impertinentes, predicando en un desierto. Somos seres extraños que intentamos hacer pensar a los alumnos, que formen su propia opinión, que adquieran conocimientos, destrezas académicas, que trabajen, que se esfuercen y lean. Somos el blanco de críticas furibundas a diestro y siniestro. Como con los entrenadores, todo el mundo opina sobre nuestro trabajo. En una sociedad en la que prima lo fácil y lo intranscendente, el profesor es un ser extraterrestre que si no tiene auténtica vocación está condenado al fracaso. Nos convertimos en el punto de mira de demasiadas personas. No trabajamos con papeles, ni con mercancías, ni con dinero. En nuestras clases intentamos encontrar la empatía con los alumnos. Intentamos motivar, unas veces lo conseguimos, otras fracasamos, forma parte de nuestro trabajo. Somos objeto de risas, burlas, menosprecios, halagos, críticas, todo ello no nos debe influir. Si se produce la química entre alumnos y profesor, los logros son muy grandes y la satisfacción inmensa.

Luchamos contra corriente a pesar de que la sociedad no nos lo agradezca. Nuestro trabajo es poco reconocido, de nosotros se dice que tenemos muchas vacaciones. Se nos compensa económicamente muy por debajo de otras profesiones. El desgaste psicológico que sufrimos es formidable, por ello debemos estar muy preparados mentalmente. Nuestro colectivo está muy afectado por la depresión, la fatiga psíquica y el estrés. Somos licenciados en tolerancia. Nos dedicamos a enseñar, educar, formar y a hacer entender a los padres que la educación verdadera comienza en casa y se complementa en la escuela. El contacto con ellos es fundamental para que la educación de nuestros alumnos sea mucho más eficaz. Algunos padres todavía acuden a las tutorías con la cantinela de que el profesor le tiene manía a su hijo, que el chico no lo entiende cuando explica, que le pone tantos deberes que no puede jugar a la Playstation...

El profesor conjuga pasado, presente y futuro. Aprendió de sus profesores, ahora aprende constantemente de sus colegas y de sus alumnos pero sus logros se cosecharán en el futuro. Si dejamos de aprender dejamos de crecer. ¿Cómo enseñar a quienes no se esfuerzan por aprender? Aquí está nuestro gran reto. Hablamos, explicamos, demostramos pero fundamentalmente debemos inspirar. Intentamos hacer fácil lo difícil. Nuestro ejemplo es la enseñanza. Debemos transmitir que el estudio es una oportunidad para adentrarnos en el saber, para ampliar nuestra visión del mundo. Somos animadores, educadores, actores, maestros, psicólogos, guías turísticos, acompañantes, traductores, diccionarios hablantes, diseñadores, escritores, dibujantes, gesticuladores, paseantes, observadores, correctores e incluso terapeutas. Pasamos de pilar básico en la educación a esclavos de la pluma roja en un santiamén.

En cada uno de nosotros vive el alma de algún profesor que dedicó su vida a enseñarnos, desde las cosas más sencillas hasta lo más complicado. Todos tenemos profesores que un día admiramos, que nos hicieron pensar, progresar, que nos dieron confianza. En el curso de la vida, cuando encontramos a exalumnos que agradecen lo que hiciste por ellos, encuentras la recompensa que faltó en su momento. Sientes la satisfacción de que algo se hizo bien, que sirvieron los enfados, los ánimos, los castigos, los días de rosas y espinas, las mañanas de comentario, las ecuaciones bien realizadas...

El historiador norteamericano Henry Brooks Adams sintetizó muy bien la influencia del profesor en la siguiente frase: «Un profesor trabaja para la eternidad: nadie puede predecir dónde acabará su influencia». No en vano a Jesucristo se le llamó maestro.

En 1839, Abraham Lincoln escribió una carta al profesor de su hijo en la que entre otras cosas le pedía que le enseñara a perder, pero también a disfrutar de la victoria; que le diera a conocer la profunda alegría de la sonrisa silenciosa. Lo animaba a que le enseñara a maravillarse con los libros. También quería que su hijo aprendiera con el cielo, con las flores, las montañas y los valles. Pretendía que creyera en si mismo incluso cuando se encontrara solo frente al mundo. Le pidió que le enseñara a nunca entrar en un tren porque otros entraron. Que aprenda a escuchar a todos pero que a la hora de la verdad decida por sí mismo. Lincoln también le pide que enseñe a su hijo que los hombres también lloran y que ignore a las multitudes que claman sangre. Quiere que trate bien a su hijo pero que no lo mime. Por último le ruega que le transmita fe en el Creador y fe en sí mismo. Lincoln sabía muy bien cuál es la esencia de un profesor y el sentido de nuestro trabajo. El día que seamos realmente valorados la sociedad será mucho mejor.