Tras dejar montado un cirio en las tierras invadidas de Irak que ahora domina el Estado Islámico, el belicoso Tony Blair pasó a ocuparse de la paz como Alto Enviado de la ONU en Oriente Próximo, tarea a la que acaba de renunciar. Hay gente multiuso que lo mismo vale para invadir un país que para poner concordia entre otros. Siempre en nombre del Evangelio y de la buena marcha de los negocios, naturalmente. Milagrosamente, el ex primer ministro británico no ha empeorado aún más de lo que ya estaba la situación en esa tórrida parte del mundo durante sus ocho años de ejercicio como pacificador al más alto nivel. A cambio ha hecho un montón de dinero con sus gestiones humanitarias; pero esto, admitámoslo, tampoco es inusual en el funcionamiento de las oenegés.

Cuentan algunos maledicentes que Blair ha dedicado más tiempo a cerrar contratos con emires y jeques del Golfo que a frenar la habitual escabechina entre israelíes y palestinos. Igual llevan razón, si se tiene en cuenta que las negociaciones de paz -o al menos, de tregua- están bloqueadas desde hace más de un año; y que tampoco supo impedir el lanzamiento de cohetes desde Gaza que desató una sangrienta operación militar israelí el pasado verano. Blair había formado parte, junto a Bush y Aznar, del trío de la bencina que hace más de una década acordó en las Azores la invasión de Irak, con los felices resultados que todos estamos conociendo ahora.

Cristiano fervoroso „-antes anglicano y ahora católico„, el entonces premier británico explicó ante el Congreso de los Estados Unidos que lo que le había movido a mandar sus soldados a Irak era «un urgente sentido misionero». No el de las misiones del Domund con sus huchas para salvar a los chinitos del hambre, claro está. Su propósito consistía más bien en predicar a los descreídos el evangelio de la libertad, la democracia, los derechos humanos y „-por qué no decirlo„ la libre circulación de mercancías. «Nuestras armas no son las pistolas, sino las creencias», sostuvo el inflamado político socialista ante su auditorio; y en cierto modo llevaba razón. No fueron revólveres, sino aviones, tanques, misiles y otras máquinas de guerra aún más persuasivas que el viejo Colt „ahora en quiebra, por cierto„ las que le permitieron imponer sus creencias, expulsando de aquel infierno al demonio Sadam Husein. El puesto que este último dejó vacante lo han ocupado ahora los degolladores del Estado Islámico, pero tampoco hay por qué pararse en esos enojosos detalles. Nunca se arrepintió de aquel despropósito y tampoco es que se lo reprochasen los altos gerifaltes de la ONU, la UE, Estados Unidos y Rusia que poco después le confiarían el no menos elevado encargo de forjar la paz en Oriente Próximo. Paz no ha llevado mucha a aquellas atribuladas tierras, pero al menos parece haberse edificado una más que considerable fortuna personal entre negociación y negociación.

Alguna oculta y sin duda mágica capacidad de seducción ha de tener este político que fue tenazmente elegido por los británicos durante una década, para luego seguir encandilando a los grandes poderes del mundo que tan altas tareas le confían. Millonario y socialista, guerrero cuando toca y pacifista cuando conviene, Blair es un caso digno de estudio. Ya solo falta que le den el Nobel de la Paz. Como a Obama, mismamente.