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"Je, je"

n hombre volvía a casa de la fiesta de graduación de su hijo, que se había licenciado en cardiología, cuando sufrió un infarto. Un medicó que viajaba en el mismo avión le administró una pastilla de nitroglicerina con la que aguantó mientras el piloto hacía un aterrizaje de emergencia y lo conducían al hospital. Ya en la mesa del quirófano, mientras lo cateterizaban, transmitió al doctor su extrañeza por el suceso:

„Es como si hubiera sufrido un brote psicótico el mismo día que mi hija se licenciaba en psiquiatría.

„¿Tiene usted una hija psiquiatra?

„Termina la carrera al año que viene.

„Pues ya lo sabe: no acuda a la fiesta de graduación.

El hombre se recuperó y siguió con su vida, aquejado, como es lógico, del sentimiento de vulnerabilidad característico de los infartados. Pero a medida que pasaban los meses y se acercaba la fecha en la que la chica recibiría el título de psiquiatra, su inquietud crecía. Llegado el día D, cogió el avión para desplazarse a la ciudad donde la hija había estudiado. Terminada la ceremonia, participó de la fiesta organizada por la universidad y por la noche regresó al aeropuerto sin que nada raro hubiera sucedido.

Ya en el avión, pidió un gin tonic, cerró los ojos, y comenzó a observarse por dentro. Todo se encontraba en orden, solo que, al abrir los ojos de nuevo, no estaba en un avión, sino en un tren. Miró a su alrededor y las cosas discurrían, sin que nada desentonase, como discurren en un tren. Había gente que leía el periódico, gente que atendía a la película y gente que hablaba por teléfono. Solo él representaba una anomalía de la que nadie parecía darse cuenta. Es evidente que me he vuelto loco, pensó, aunque está claro que lo puedo disimular. Averiguó entonces el destino del tren y resultó ser el mismo que el del avión. En un par de horas estaría en casa. A la semana siguiente, en un chequeo rutinario, el cardiólogo le preguntó si su hija se había licenciado ya en psiquiatría. «Hace unos días», dijo. «¿Y se volvió usted loco?». «Creo que sí», respondió, «pero no es como el infarto, puedo disimularlo». «Je, je», rio el cardiólogo como si supiera de lo que hablaba. Y eso fue todo.

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