La sutileza en las apreciaciones morales refleja los esfuerzos propios de una sociedad madura por aclararse. Eso es la modernidad, la pedagogía del juicio libre, lo más difícil. Por eso la modernidad es tan frágil, desde Lutero. Tratar lo igual como igual y lo desigual como lo desigual, esa era desde siempre la aspiración de la justicia. Hacerlo sin un dogma autoritario, desde el propio juicio, es la única forma sana de lograrlo. Cuando una sociedad y sus actores públicos dimiten de este esfuerzo, es más fácil que todo vaya a la deriva.

Determinados fenómenos, que han alcanzado la notoriedad pública estos días, nos sugieren que corremos un serio riesgo de claudicar en el esfuerzo por mantener en pie las diferencias entre las más elementales nociones morales y políticas. Esta deserción del juicio suele ser efecto de la furia y del resentimiento, de la incompetencia y las prisas. Como estos fenómenos generan respuestas de escalada, es preferible detenerse y reflexionar para no seguir por este camino. Esa detención es un síntoma de salud moral y de fortaleza social. Implica no ceder a la pulsión que nos entrega a afirmación ciega de nuestros propios prejuicios.

España ha conocido una intensificación en los criterios del rigor político y en las exigencias que se demandan a los representantes. Se trata de un buen paso que avanza desde una democracia pasiva a una más activa. Lo más peligroso para este proceso reside en que confunda sin criterio las cosas que juzga. No se trata de grados. Se trata de diferencias conceptuales. Una indistinción en este asunto puede llevar a tal nivel de confusión, que producirá la conclusión de que la podredumbre es universal, que la mejora de la representación política es una utopía y que lo antiguo es lo mismo que lo nuevo. La contrapartida inevitable de esta consecuencia es que la corrupción se vería legitimada como inevitable. Los nuevos actores políticos se habrían puesto tan rigurosos que nadie superará el listón. Ni ellos mismos. De convivir con una grave corrupción, pasaríamos a exigir un nivel de pureza angelical. Ese sería el camino más fácil para regresar al punto de partida. Al generalizar la sospecha, los criminales pasarían más desapercibidos.

Estas dinámicas impiden toda pedagogía política y nos alejan de una sociedad madura. Estaríamos en la noche donde todos los gatos son pardos. Una sociedad así sería lo más parecido a una máquina de producción de injusticia porque, en su indistinción, nos llevaría a comparar realidades heterogéneas.

La primera distinción es la que diferencia entre errores y delitos. Que un cargo público en activo cuente dinero en un coche es un indicio bastante razonable de delito. Que un ciudadano privado sin representación reproduzca en redes sociales chistes obscenos e injuriosos, es un error moral. Por la propia naturaleza de estas dos acciones, es más fácil que el error sea detectado que el delito. El error, justo porque es tal, no integra la percepción de que debe ser ocultado. Ignorante de su desvío de la norma, o de la norma, o colocado en un contexto en el que esa norma no rige como debiera, el que yerra se manifiesta con libertad e incluso con cierto goce. Muchos contextos sociales son fábricas de error moral. Despedidas de solteros, cenas de empresa, navidades familiares, comunidades de toda índole, o situaciones de angustia, ansiedad o desesperación, todos ellos son estados de excepción personal en los que las pulsiones merodean, porque los mecanismos de autocontrol están bajados de brazos.

El error moral a veces produce consecuencias terribles. Ofende a personas, rompe amistades, renueva los aspectos siniestros de las relaciones familiares, impide la comprensión, destruye la confianza y marca distancias insalvables entre humanos. El error produce dolor ingente. Pero por su propia naturaleza, el error es lo que puede ser corregido. Puesto que siempre incorpora mala percepción y pérdida de atención, el error es la parte inevitable de nuestra educación moral. Como toda conducta moral equivocada, el error sólo puede ser corregido a través del perdón, algo que sólo se concede porque es tan excepcional como el error. Por eso, solicitar perdón implica el aumento de los autocontroles propios y un cambio de percepción. En la lógica del perdón está la no reincidencia en el error. No se concede el perdón indefinidamente. Nadie ha alcanzado la educación moral sin él.

La pregunta es si alguien que no tiene una adecuación moral solvente puede ser representante político. Evidentemente, no. Sin embargo, aquí está la cuestión decisiva. Podemos acordar que hay errores tan graves que denotan una falla moral. Pero no todo error moral nos autoriza a afirmar que se da esa falla, y todavía menos que esa falla configura un carácter. Si alguien se emborracha no testimonia una falla moral, pues quizá esa borrachera se deba a su falta de tacto a la hora de administrar una intensa alegría. Pero si alguien se emborracha cada vez que tiene una buena noticia o una mala, ciertamente refleja una falla moral, una debilidad ante las irrupciones de lo real. Pero si cada vez que uno se emborracha se entrega al sexo sadomasoquista de pago, entonces tenemos autorización para sospechar un problema de carácter que afecta a la personalidad. Los tuits que colgó Zapata constituyen un error y debemos preguntarnos si denotan una falla moral.

Ese acto refleja una disposición a reírse de víctimas puras. No de víctimas acerca de las cuales tengamos razones para profesarles un sentimiento de hostilidad. Son víctimas puras porque no logramos imaginar una razón por las que debieran sufrir. Así son los 6.000.000 de judíos, una chica que pasaba cerca de un coche bomba o unas jóvenes que salían una noche de fiesta. Quizás sea difícil sentir compasión por víctimas puras, dada su lejanía y abstracción. Pero si uno pone atención, resulta más fácil hacerlo por la sinrazón de su dolor. Creo que podemos entender así el acto de Zapata: es un error moral derivado de su falta de atención y desconsideración a los seres singulares que hay detrás de cada víctima.

Nuestras vidas están llenas de estos errores. Pero que durante cuatro años después no se disponga de un solo comentario público de Zapata a este respecto, testimonia que no podemos apreciar una debilidad o una falla moral profunda. Para que estos errores denoten un problema de carácter, se requiere algo adicional: un goce morboso en estos errores, una fijación en ellos, una reincidencia continua, un apego gozoso a este tipo de expresiones. Un país que no aprendió el rigor de la palabra, acerca de lo cual llamaron la atención Lutero y Calvino de forma muy expresa, está más desarmado contra este error moral. Pero la ligereza es un error de concentración en la percepción de lo real, un problema de estilo colectivo, un defecto civilizatorio en nuestra forma social, hostil a todo puritanismo. Debemos ser conscientes del punto de partida en el que estamos. Jamás hemos interiorizado la sentencia de Lutero: cuando las palabras echan a volar, no se las puede coger por la cola.

Creo sinceramente que nada de lo que sabemos de los tuits de Zapata nos autorizan a juzgar que tenga una falla moral o que su carácter sea perverso. Nada nos lleva a ocultar su error, pero no es suficiente para apreciar una falla de carácter. Desde luego es un error grave, pero alcanza gravedad retrospectiva porque quien lo cometió alcanzó después la condición de representante. Twitter está lleno de esos y peores errores que nadie censura porque no nos conciernen. Ahora los de Zapata nos conciernen porque es un representante. Los errores morales en los representantes políticos son graves porque producen escándalo y predisponen a pensar que la capacidad de autocontrol del actor es mínima, pues está observado y sometido a censura. Por eso no es lo mismo que el error lo haya cometido siendo representante que mucho antes de llegar a serlo.

Creo que no estamos ante un error inhabilitante para la representación política, porque no tenemos suficientes razones para atribuirlo a una falla moral o que afecte al núcleo moral de la persona. Por el contrario, cuando vemos a Zapata explicarse tenemos evidencias de que es una persona capaz de aprender y de corregir sus errores. Creo que no necesitamos un especial esfuerzo de generosidad para concederle el perdón que ha pedido. Creo que es correcto hacerlo, porque no tenemos razones para pensar que, en el nuevo contexto de representante, Zapata se comportará de igual manera que esa única vez en que lo hizo siendo un ciudadano privado. Un tuit de Zapata como concejal que tuviera algún parecido con los que conocemos hoy nos llevaría a pensar que su carácter completo está implicado. Eso a mi juicio sería letal para un representante.

Ahora añado una reflexión política a esta reflexión moral. Miles de jóvenes, muchas veces angustiados por una situación de asfixia social, se vieron desorientados ante una sociedad que no era sensible a sus derechos. No podemos comprender a nuestra juventud si no identificamos su aguda sensación de haber sido víctimas. A veces, eso rebaja la sensibilidad para tener compasión de otras víctimas. El humor negro puede brotar ahí. Se requiere un grado de madurez muy intensa para superar estas experiencias y para interpretarlas de otra forma más alentadora. No podemos pedir a nuestros jóvenes que lo hagan sin cometer errores. Pero debemos admirar a aquellos que, superando el desaliento y la desesperación, se entregaron a una militancia política institucional, algo que implica la fortaleza y el coraje de producir esperanza en ellos y en los demás.

A la injusticia que hemos cometido con millares de jóvenes preparados no podemos responder con la injusticia de no darles la oportunidad de aprender. Observo ahí algo más que la hipocresía de pretender de entrada una perfección moral en una sociedad que no ha movido un dedo contra la corrupción política. En la furia y en la saña con que muchos se expresan contra Zapata, observo una incapacidad de juicio y de ecuanimidad que está dictada por una falla de carácter semejante a la que sin pruebas se atribuye a Zapata. Eso denota su atrevimiento a juzgar acerca de percepciones morales con el descuido y la desatención propia de quien no cree en ellas.