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Y la aldea tomó la plaza Manises

Tienen las fiestas de pueblo un algo intangible y hasta limpio que solo tienen las fiestas de pueblo. Quizás sea ese instante lleno de expectación que sobrevuela la plaza y el campanario antes del primer volteo de campanas. Quizás sea la ropa, cuidadosamente escogida, porque no es un dia cualquiera. es un dia especial d'anar mudat. O tal vez sea ese silencio especial, como congelado en el tiempo, que no lo rompe ni el murmullo de las animadas conversaciones de los vecinos en corrillo, ni el crujido de las pequeñas banderas de papel multicolor golpeadas por el viento. Solo lo rompe, y no es poco, y es mucho, la música. El tabal, la dolçaina o la banda. Ni coches, ni bocinas, ni gritos que se escapen por las ventanas abiertas en las fincas de la ciudad. Son, las fiestas de pueblo, otra cosa. En el de mis ancestros, Xiva de Morella, las fiestas grandes se celebran cada cinco años, como en la vecina Morella, que son cada seis y cuyo exalcalde compartido Ximo Puig juró ayer el cargo de presidente de la Generalitat Valenciana. Son fiestas humildes, sencillas y muy austeras. De compartir espacios, pastissets y procesiones. Son fiestas de aldea.

Ayer, hubo mucho de eso, de sencillez y de ancestral, en el centro de Valencia. Exactamente, en la tribuna de invitados de las Corts. Entre expresidentes del Gobierno y autoridades de todo tipo. Lloraron cuando su hijo les nombró desde la tribuna tras convertirse en el presidente de los valencianos y pude reconocer en ellos, en su emoción natural y auténtica, en su saber estar en un espacio extraño y en su rostro forjado en el frío dels Ports a mucha gente mía: pude reconocer a mis bisabuelos, que no tenían días de descanso porque el campo no da tregua; reconocí a mi abuela, que con pocos años iba andando sola hasta Morella a pie entre montañas porque así se tenía que hacer; a mis tíos y tías, que se dejaron todos sus días y noches en casa Maset, la única taberna del pueblo, y tienda y confesionario y de todo durante décadas. E incluso pude reconocer a mi padre, el último de mi familia nacido alli, con las calles nevadas de enero y sin luz eléctrica, aún en los años 50. Porque era una aldea.

Ayer, todo me recordó a ese mundo que forma parte del mi ADN cultural y lingüístico. Gente de suela plana frente al Palau de la Generalitat; con polo, pantalón corto y sombrero de paja para protegerse del sol. Y con ese ácido sentido del humor que siempre tiene el tiempo y la vida en general Pep el Botifarra cantó -con permiso, por fin- frente a una diputación hasta hace nada reinada por Alfonso Rus, paisano suyo y tan distinto, y con un Xavi Castillo campando a sus anchas como nunca imaginó.

Cada cinco años, en el pueblo de mis antepasados que es más una aldea que un pueblo, bailan el ball rodat en el que hombres y mujeres con espardenyes dan vueltas en circulo sin cesar. No hay más misterio, es así de simple y sencillo. Y a su vez, lo es todo.

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