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El difícil parto del pacto

El fondo último de la partitocracia es que en ella se da prioridad a los partidos sobre los intereses generales a los que se supone que sirven. A partir de esa premisa, el resto viene rodado. Por ejemplo, en una partitocracia los pactos, cuya necesidad todos vocean, se harán o no en función de lo que más convenga a los partidos en sus guerras entre ellos, y a veces hasta en función de sus guerras internas. En España, el final de la partitocracia dependerá no de que unos nuevos partidos vayan sustituyendo a los viejos, sino de que todos, emergentes y declinantes, sepan anteponer el interés general a su estrategia de partido. Esta sería la novedad, pero a la hora de la verdad no resulta nada fácil. Aunque de momento se formen gobiernos, si estos no logran gobernar debido a las luchas entre los partidos que los componen el resultado será un fraude partitocrático al interés general.

«El cambio». ¿De dónde viene lo de «el cambio»? Aunque había precedentes mediáticos (la revista Cambio16 fue el boletín oficioso de la transición), el primero en usar en España esa palabra como eslogan fue Felipe González, en las generales de 1982. Los marxistas del PSOE se hacían cruces, espantados de que el viejo topo de la revolución hubiera salido a la luz con pelaje ideológico tan ralo y ayuno de categorías. Sin embargo, aquello funcionó de muerte, sobre todo desde el día en que le preguntaron a Felipe en la tele qué era el cambio, y respondiera así: el cambio es que España funcione. El mensaje hizo estragos, y más todavía cuando el candidato remató faena predicando la recuperación del amor al trabajo bien hecho (quien más quien menos abominaba la chapuza nacional). Con la monserga del cambio y el recambio venimos desde entonces, y si funciona, se dirán algunos, para qué cambiarlo.

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