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Huelga decir que corren malos tiempos para la política. Los partidos digamos tradicionales boquean intentando evitar la asfixia y tampoco cabe atribuir todos sus males al bipartidismo. UPyD, un grupo que jamás gobernó, que hizo de la lucha contra la alternativa populares/socialistas su propia razón de ser, casi ha desaparecido con la emergencia de las llamadas fuerzas emergentes. Lo que se tambalea, pues, es la concepción de aquello que cabría llamar la política profesional, cuyo mejor ejemplo está en las carreras de quienes han ejercido el mando en los últimos tiempos: militantes que van medrando desde dentro, desde las juventudes del partido, y acumulan experiencia y poder por la vía de la promoción interna. Pueden llegar a ser el presidente del Gobierno sin haber trabajado jamás fuera del partido, sin tener profesión o empleo alguno que no sea el de abrirse camino entre asambleas, comités, salas y despachos. ¿Hace falta dar nombres?

Los emergentes fiaron su éxito a la descalificación del profesional de la política, buscando en la llamada sociedad civil las caras y nombres de mayor peso para las listas electorales. Se suponía que así iban a desaparecer los males de fondo, el que sea el aparato del partido „su fontanería, en expresión común„ quien asegure carreras y reparta cargos. Se creía que los males ya crónicos de la política como único ejercicio profesional „nepotismo, corrupción„ quedarían erradicados ante la vacuna de la antipolítica. La ingenuidad de semejante planteamiento es lo de menos si da sus frutos, si logra que unos votantes cada vez más decididos a engrosar las filas de la abstención les elijan aunque sólo sea por despecho hacia los partidos tradicionales. Ese primer paso, como es obvio, ya se ha dado. Pero el objetivo de la antipolítica no parecía ser la de ganar concejales, escaños y cargos. Eso iba a ser el medio para lograr el verdadero fin: una administración pública eficaz, honrada y libre de las correas del aparato del partido.

Cuando las fuerzas emergentes se hicieron con una parte nada despreciable del pastel hubo quienes pensaron que el transcurso de la legislatura daría cuenta de lo que cabe esperar de la antipolítica transformada en política de verdad, como ejercicio del cargo. Pues bien, no ha hecho falta esperar ni los tradicionales cien días de gracia para que las señales del alcance de esa sacudida al bipartidismo asomen con fuerza. Desde el nepotismo descarado al control férreo desde el aparato aparecen pinceladas que hacen temer si no habrá sido peor el remedio que la enfermedad. El atractivo de lo nuevo, de la bocanada de aire fresco, admite pocas excepciones. Y entretanto se cuece en Cataluña la operación de trasladar la antipolítica al propio aparato de Estado fiando la independencia a listas en las que no haya políticos profesionales. Dios nos ampare, porque la legitimidad ciudadana y el contrato social que dieron paso a la democracia representativa no parece que vayan a hacerlo en adelante.

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