En este tiempo de políticas de cercanía y amabilidades públicas, con promesas de atenta escucha de los representantes de la ciudadanía a las quejas y propuestas de sus electores, convendría que los gestores de nuestra Administración no sólo pusieran el oído a las quejas, las reivindicaciones y sugerencias de sus administrados, sino que introdujeran un lenguaje amable en la relación epistolar con ellos. Y si no amable, al menos correcto y no autoritario. Esta exigencia valdría para recabar de los ciudadanos el cumplimiento de la ley incluso cuando incurran en faltas o en posibles delitos, pero mucho más cuando simplemente se les insta a cumplir con un deber ciudadano o se les informa. Y no digamos nada cuando se responde a una solicitud del propio ciudadano para su voluntario cumplimiento de la ley.

Pondré un ejemplo: el caso de un pensionista valenciano al que se le ofrece trabajo en el ámbito de la Administración pública, lo acepta y, en consecuencia, acude responsablemente a las oficinas de la Seguridad Social la víspera del inicio de su nueva dedicación al objeto de suspender la percepción de jubilado durante el tiempo que dure su empleo. Hay que decir que es allí atendido con toda amabilidad, se realiza el trámite y se le anuncia que ese mes percibirá la totalidad de su pensión porque el proceso bancario de la misma ha sido realizado con anterioridad. De acuerdo con eso se verá obligado, como es natural, a devolver a la Seguridad Social la parte que corresponda a los días de ese mes en los que ya la pensión ha sido suspendida. Pero con independencia de que a la altura del día 11 en que se hace la solicitud bien pudiera la Administración actuar por si misma con prontitud y no endosar al administrado tarea alguna de devolución, lo bueno viene cuando el sujeto recibe una carta casi insolente para requerirle el cumplimiento de un deber del que ya había sido avisado y estaba dispuesto a realizar.

Ningún recordatorio sobra, por supuesto. Lo indignante se produce cuando el lenguaje autoritario de un legalismo retórico se convierte en ofensa por medio de una carta. Y se convierte en tal porque el departamento correspondiente, con la firma de la directora provincial en Valencia del Instituto Nacional de la Seguridad Social, viene a decirle al afectado que su entidad gestora ha tenido conocimiento de su nueva situación, como si ese conocimiento le viniera de una denuncia de alguien o de una determinada investigación y no de la presta y voluntaria declaración del pensionista en el cumplimiento de su deber. Encima le da cuenta de no tener derecho a una prestación como si el propio ciudadano no hubiera sido consciente de eso y se tratara de un idiota o de un listillo que no hubiera solicitado por su propia iniciativa la suspensión del cobro. Y con toda gravedad y visos de insolencia le anuncia en el escrito que «resuleve suspender» lo que el propio solicitante ha resuelto suspender por su propia cuenta. Pero lo peor viene luego: cuando la firmante se permite declarar la cantidad percibida por culpa de ella, es decir por los acelerados hábitos de sus gestores, como «indebidamente» percibida y le ordena devolver, con el manejo de leyes y atisbos de amenazas incluidos, lo que en ningún momento el ciudadano en cuestión había dudado hacer. Todo lo contrario.

Responder a una funcionaria que firma por rutina un documento de ese tipo no lleva a ninguna parte y menos a hacerla responsable de tales escritos. Lo que sí conduce a la indignación y en consecuencia a la protesta ante los poderes públicos es el uso generalizado de un lenguaje autoritario, además anacrónico y muchas veces tan absurdo como en este caso, cuya corrección tenemos que exigir. Por razones políticas esenciales en el trato a los ciudadanos y por la exigencia de una nueva cultura lingüística en la que se ha de exigir a un gestor público respeto y cordura.

El caso que les he contado es mi propio caso, pero no distinto del de cualquier otro ciudadano. A mí me ha indignado por lo que me toca, pero pensando en otros que hayan podido sufrir semejante trato y no se atrevan a la queja o carezcan de posibilidad para formularla, me permito exigir una urgente revisión de palabras y actitudes en la comunicación con aquellos a quienes sirven las administraciones públicas; una nueva cultura. Detrás de esas rutinas de cultura vieja más bien parece que jamás hubiera existido educación alguna en el trato.

El lenguaje usado por el Ministerio de Empleo y Seguridad Social es siempre el mismo, excepto cuando la ministra nos anuncia con jubiloso cinismo el regalo del aumento de un 0,25 en la pensión. Pero, ridículas pretensiones electoralistas al margen, la idiotez es más proclive a manifestarse en la vieja solemnidad del legalismo trasnochado que en la mente del ciudadano lector. Lo que no quiere decir que en algunos casos el receptor de una carta de ese tipo, poseído por el miedo, ni siquiera llegue a entenderla. No hablo de anécdotas, hablo de costumbres verdaderamente obsoletas, hábitos caducos a desterrar en un nuevo tiempo político en el que el lenguaje de la burocracia debe dejar paso al lenguaje de la inteligencia.

Otro día hablaremos de la nueva retórica de las nomenclaturas con que se bautizan ahora en general, y en nuestra comunidad en particular, sin ir más lejos, los departamentos del servicio público. No sé si con un diccionario en mano van a acertar los ciudadanos a descubrir a qué ventanilla dirigirse para lo suyo. Pero esto forma parte de una ridiculez más moderna, que no sé si lleva camino de ser subsanada o por el contrario se abundará en ella. El futuro tendrá, como es lógico, sus nuevas palabras. Incluso para nombrar lo de siempre, pero con un poquito más de oscuridad.