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La derecha se enroca

A Isabel Bonig le hicieron hueco, al estilo del PP, para sustituir en 2014 a Serafín Castellano como número dos. Su ausencia en el equipo surgido del congreso que había aupado a Alberto Fabra dos años antes obligó a convertirla en «coordinadora general» de la Comunitat Valenciana, ya que, stricto sensu, no podía ser secretaria general. Llegaba con el enérgico objetivo de remontar los malos resultados de las elecciones europeas de cara a la crucial batalla por la Generalitat y los ayuntamientos. Ha cosechado en el intento un rotundo fracaso, dado que los populares han perdido casi todo el poder por el camino. Como recompensa, acaba de ser elevada a presidenta regional, con los mismos apoyos de entonces (José Ciscar, Javier Moliner y Rita Barberá), salvo el del defenestrado Alfonso Rus, ahora sustituido por Vicente Betoret.

Al convertirla en líder, el PP valenciano reincide aparentemente en la misma maniobra. Bonig releva a Fabra con la intención de recuperar aliento en las elecciones generales dentro de unos meses. Y con la sensación, otra vez, de que el esfuerzo será en vano. Solo se puede explicar su promoción por la dirección nacional del PP, con Mariano Rajoy al timón y Dolores de Cospedal de contramaestre, en clave de zafarrancho. A la luz de la designación coincidente de Xavier García Albiol, un dirigente de línea dura y perfiles xenófobos, como candidato en Cataluña, la entronización de Bonig en la Comunitat Valenciana apunta a una involución general del partido. En la perspectiva de una legislatura de alta fragmentación, los populares buscan refugio en el caparazón de los viejos axiomas ideológicos.

Como sostiene Mònica Oltra, el enroque del PP es una buena noticia para la izquierda valenciana y una mala noticia para el país. Bonig es joven, „tiene 45 años„, pero su discurso, no. Presume de hablar claro, lo que para ella consiste en echar mano del recetario populista. En su ejecutoria de consejera no logró disipar el sonrojo por los millonarios impagos en ayudas a la vivienda, aunque sí fue capaz de sacar adelante una ley urbanística para poner orden en el caos acumulado por tantos abusos de administraciones de su propio partido. Se dice partidaria de hacer primarias, hecho que contrasta con su costumbre de ascender a dedo, pero representa a una derecha de discurso poco o nada evolucionado en relación con los postulados identitarios, sociales y políticos que sostenía hace tres décadas.

Ante el horizonte de cambios significativos en el sistema político, los populares se atrincheran, sin ensayar siquiera, ya no la catarsis, sino una cierta apertura. La escueta referencia a reconocer «errores» de la nueva líder del PP contrasta con el ambiente enrarecido por la corrupción y la necesidad de respuesta a las expectativas de regeneración que han calado en la opinión pública. La propia Bonig y el dirigente saliente, Fabra, han tenido que negar estos días conocimiento alguno de los trapicheos que la operación Púnica ha desvelado de conseguidores como David Marjaliza y Alejandro de Pedro.

El PP reincide también en eso. Su gestión en varios ayuntamientos y en la Generalitat está bajo sospecha de nuevo, como si no hubieran sido suficientes Gürtel, Nóos, Emarsa, Blasco, Brugal y tantos otros casos. No es casualidad que Eduardo Zaplana tenga que desmentir haber hablado de contratos y comisiones con esos imputados, en el más reciente coletazo de un ciclo de escándalos relacionados con la financiación del PP que el primer presidente del Consell de ese partido inauguró al verse involucrado en el caso Naseiro. Ha transcurrido ya un cuarto de siglo sin propósito de enmienda.

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