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El gran combate

Angel: «Hay cosas del subconsciente que no comprendo. Por ejemplo: detesto el boxeo con todas mis fuerzas. Me asquea y no puedo sentir respeto por alguien que lo defienda. Nunca he visto un combate más allá de los segundos que se tarda en cambiar de canal. Y cuando una novia me llevó a ver "Rocky" para gastarme una broma pesada diciéndome que habíamos entrado en la sala donde proyectaban una de guerra, pasó a ser mi ex. Aclarada mi aversión, llega mi pregunta: ¿por qué ayer soñé que era boxeador?, ¿qué oscuros pliegues de mi conciencia se rebelan y me convierten en protagonista de una escena abominable? Ahí estaba con mi pantalón corto, mi protector bucal y mis guantes esquivando los golpes de Héctor, uno de mis socios en el bufete de abogados. Y me estaba machacando.

Ya sé que lo sueños tienden a la falta de lógica, pero los míos suelen ser tan coherentes como el resto de mi vida. Soy aburrido y previsible si nos fiamos de los reproches cada vez más ácidos de mi esposa. Y me gusta serlo. Pero mido 1,90 y peso 90 kilos. Y voy al gimnasio cada día. Héctor no llega al 1,75 y lo más pesado que puede levantar es su pluma de plata. Pues bien: en mi sueño, Héctor me zurraba sin perder la sonrisa rapaz que exhibía cuando Sara iba a buscarme a la oficina. Y lo hacía mucho últimamente. En el último asalto, cuando ya estaba ensangrentado y el árbitro había detenido el combate en tres ocasiones para comprobar el estado de mis cejas reventadas (eso lo sé porque "Toro salvaje", aunque sea de boxeo, me fascina), no podía más y me abracé a mi rival. A mi enemigo.

Y entonces lo vi. En la nuca. Un tatuaje. Una rosa negra. Igual que la mía. Sara me había convencido aunque yo odiaba pintarme la piel. Si me amas lo harás, me dijo. Y accedí. Rosa negra, espinas rojas. Me separé. La sangre me nublaba la vista, pero la ira me permitía ver más allá de su piel roja de espinas negras. Gané el combate por KO y cuando el árbitro levantó mi mano, desperté. Sara dormía a mi lado. Sonreía como si fuéramos felices».

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