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Iglesias de González

La hoja de ruta de Pablo Iglesias es la de Felipe González al inicio de la transición, y su intención de cambio semejante a la «pasada por la izquierda» del sevillano. La carrera hacia el poder de González, basada en el carisma personal que ha sido siempre su capital político (y el del PSOE), comenzó con el control del partido sin contemplación alguna, siguiendo junto a Alfonso Guerra el consejo que les había dado Ramón Rubial, presidente del partido: «Tenéis que ser duros como piedras». Las tres palancas de González fueron la ceba sin tasa de su aura carismática, que al convertirse en votos acallaba cualquier disidencia interna, el control de las listas y a través de ellas del partido, y la combinación de agresividad frente al adversario (vapuleo de Adolfo Suárez) y moderación ante el elector. Que Iglesias logre o no ejecutar su hoja de ruta es ya otra cosa, pero vayamos casando las estampas.

¿Más rojos pero menos rotos? Lo propio de un verdadero país (se pueda llamar o no nación) es que funciona como un sistema integrado capaz de absorber y compensar las propias tensiones surgidas en su seno, o sea, una estructura cuya coherencia se autodefiende, aunque sea a costa de su modificación, como hace un cuerpo, o la naturaleza. Por ejemplo, en el caso de España, la aparición de partidos que privilegian el vector social, creando una nueva tensión, puede reducir la tensión territorial.

De ser esto así, la surgencia de un anticuerpo de nombre Pablo Iglesias podría haber sido generada por las propias defensas del sistema-país. Calificar esa surgencia de providencial sería prematuro y excesivo, pero nadie que aspira nada menos que a gobernar un país aceptaría fácilmente que se hiciera pedazos antes de llegar. El único que parece haberse enterado de ello es un principio activo secesionista, de nombre Artur Mas.

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