Hace algunos años, gracias a la intermediación de un amigo común, tuve la enorme fortuna de conocer a Mario Kempes. Para quien escribe eran tiempos muy difíciles, mi madre aquejada de demencia senil se iba consumiendo poco a poco en su ancianidad. Sonó el teléfono, al otro lado, un amigo: escucha, que si no tienes nada que hacer después de comer Mario te invita a tomar un café. Era verano, Kempes pasaba unos días de vacaciones en un chalet del Plantío. La llamada me entusiasmó. Sin saber si me entendería, le dije a mi madre que Kempes me invitaba a tomar un café. Ella sonrió y dijo: vete, vete, que es muy amigo tuyo. En su enturbiada memoria, ella, al igual que muchos valencianistas, le tenía un cariño especial.

Mario me recibió cordialmente, se mostró como alguien sencillo, cercano y afable. En todo momento estuvo pendiente de que no me faltara de nada. Se produjo el extraño encuentro entre el fan y su ídolo. Ambos con más años, con el tiempo ya a cuestas. Mario, un comentarista de la cadena estadounidense ESPN. El adolescente forofo que lo idolatró, un humilde profesor. En la cercanía transmite humanidad y sentido del humor. Es un tipo que le quita hierro a las cosas. Todos pudimos escuchar con la simpleza que explicó a una radio argentina, horas antes de ser operado del corazón, que llegó para un preoperatorio de cadera y le iban a practicar una complicada operación cardíaca. A muchos valencianistas se nos heló el corazón al enterarnos. Su corazón aguantó, no se sabe cómo, quizás por el cariño que le dieron los valencianistas que nunca le pitamos, algo que no pueden decir todos.

Kempes llegó a España en 1976, repleto de goles argentinos. Muchos no lo conocíamos. Estuvo a punto de no pasar la revisión médica, pues llevaba dos perdigones en el cuerpo fruto de unas perdices que había tomado en la comida viniendo por la fatídica carretera de Madrid. Cuando él llegó, la canción de moda en aquella España tan diferente a la actual era «La Ramona», de Fernando Esteso. Adolfo Suarez, otro desconocido para la mayoría, acababa de ser nombrado presidente del Gobierno. En sus primeros partidos se le tildó de petardo. Sus inicios, como los de nuestro añorado presidente, fueron difíciles aunque pronto se fue ganando a la gente al ritmo de los goles que marcaba.

Adquirió fama, popularidad, fue Pichichi dos temporadas en España, ganó la Copa del Rey del 79, siempre con la señera por montera. En la capital de España nunca le perdonarán que no fichara por el Real Madrid y en Barcelona que hiciera sombra a Johan Cruyff. Pero los zarpazos del destino se llevaron por delante lo que creíamos duradero e ilusionante, problemas con su clavícula comenzaron a mermarlo físicamente. La estrella se empezó a apagar a base de patadas y juego sucio.

Como decía Hurace Greely, periodista norteamericano del siglo XIX, la fama es un efluvio; la popularidad, un accidente; las riquezas, efímeras. Sólo una cosa perdura; el carácter. El carácter de Kempes celebrando los goles con sus compañeros, sin las excentricidades actuales, con los brazos levantados y la melena al aire. El carácter humilde de quien le quitaba importancia a las cosas. Tanto, que el primer año que consiguió ser Pichichi se enteró en el campo porque un compañero fue a felicitarlo, él no tenía ni idea.

Sería bueno que Kempes forme parte de nuestro escudo para siempre y así pueda ejercer de abuelo cerca de sus nietos valencianos. La fama desaparece pero el agradecimiento es eterno a un jugador que se siente orgulloso de su pasado como valencianista.