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Alguien te espera abajo

Cuando en la recepción de hotel me preguntaron si deseaba una habitación de fumadores o no fumadores, elegí la de fumadores por llevarme la contraria, pues hace años que no fumo. Tras abrir la maleta, bajé a la calle, busqué un bar y compré un paquete de Camel. De vuelta a la habitación, me desnudé, me acosté y encendí un cigarrillo con el cenicero apoyado en el estómago. Esto, que cuando era joven resultaba normal, ahora parecía un sacrilegio. Por fortuna, estaba lejos de casa, en una ciudad extranjera, donde podía permitirme el lujo de ser otro durante unos minutos. Veía ascender el humo hacia el techo y la imagen me retrotraía a otras épocas de mi vida. ¿Cuántas columnas de humo había lanzado hacia diversos techos?

Me vinieron a la memoria algunos. El de la consulta de mi primera psicoanalista, por ejemplo, donde me resultaba imposible establecer asociaciones sin nicotizarme. No creo que haya hoy una sola consulta en la que el paciente fume. Ni el psicoanalista, por supuesto. Pero entonces nadie se privaba. El humo del cigarrillo del paciente y del terapeuta (o de la terapeuta, peste de genérico minusválido) se trenzaban a media altura, allá donde se encontraban también los subconcientes de ambos, y ascendían hasta diluirse en el aire como el hielo en el agua. Encendíamos un cigarrillo con la colilla del anterior mientras exhalábamos un monólogo que de vez en cuando interrumpía el psicoanalista (o la psicoanalista, por Dios) con una interpretación que abrochaba el contenido de siete sesiones y setenta cigarrillos.

Fumar en la cama, en estos momentos, resulta enormemente transgresor, sobre todo si uno lo ha dejado hace tiempo. Al transgredir, se abre una puerta por la que accedes al pasado y te das cuenta de que la vida no ha durado mucho más que un paquete de Camel. Cuando el cigarrillo está por la mitad, te llaman de recepción: alguien te espera abajo. Ya voy, dices. Pero continúas en la cama, apurándolo hasta el filtro. Luego te levantas, te vistes, te pones los zapatos y antes de acudir al encuentro con la persona que te espera, te enjuagas la boca con pasta de dientes, como cuando eras pequeño, para que nadie note lo que has hecho. Lo malo que has sido.

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