Ayer descubrí en mi móvil esta curiosa opción: «llamada falsa». Te da la posibilidad de programar una llamada ficticia a la hora que prefieras. La mejor coartada si deseas escaquearte de la interminable sobremesa familiar, o de esa tediosa reunión de trabajo, o también para huir cual fugitivo de una desagradable cita a ciegas. Un chollo, vamos. Que tu propio teléfono te llame en el momento más oportuno no deja de ser una genialidad a cuyo desconocido autor felicitamos y mandamos un efusivo abrazo. ¡Eres grande, amigo!

El asunto no acarrea de antemano mayor intríngulis. Pero a mí me despierta el apetito filosófico. ¿Y si fueran falsas todas las llamadas de nuestra existencia? ¿Habrá alguna verdadera? ¿Hay vida más allá de la telefonía móvil? Preguntas de nivel, sin duda. Podría decirse que, sin percatarnos, el ámbito telefónico se rige por la incertidumbre. Supones que tu amante responde al otro lado del WhatsApp, cuando, posiblemente, lo hace su permisivo parejo, o la señora de la limpieza, o una extraña inteligencia artificial. Se nota que somos gente de fe, ¿verdad? Confiamos a pie juntillas en el software tecnológico. Otra cosa es el enrevesado software humano. Recelamos de la bruja de la vecina (válgame la redundancia). Y de las noticias. También cuestionamos a nuestro psicoanalista. En cambio, ¿de dónde procede esa certeza e indefectibilidad metafísica en la telefonía móvil?

Suena el mío mientras escribo esta columna. Me llama una amiga, no sé si falsa o verídica. Quizá sea una llamada falsa (o falsa llamada) de una amiga verdadera. ¿O telefonea de verdad una amiga falsa? No es por desconfiar, pero, ¿cuánta gente transita por la calle con la oreja pegada a su teléfono? ¿Y fingiendo wasapear? Podría tratarse de una desconexión mundial, algo así como un fallo en el sistema del software planetario. A lo peor no hay nadie al otro lado del teléfono. ¿Y si tampoco hubiera nadie en nosotros mismos? Visto el percal, la vida„como la muerte„ consiste en una llamada falsa.