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Evocación "gastronómica" del Viejo Oeste

Creo que todo el mundo, incluyéndome a mí, tiene derecho a descansar de tanta política, politiquería, pactos y no pactos, luchas intestinas en todos los partidos políticos, traiciones, disparates electoralistas y de la angustiosa sobredosis de sectarismo y ausencia casi total de objetividad de ciertos medios de comunicación. ¡Premio para Cuatro TV!

Así que este domingo me monto en mi caballo y me voy al Viejo Oeste, a Wyoming o Dodge City, pero no para escribir de Billy el Niño o Wyatt Earp, sino de la «gastronomía» de los pioneros, los vaqueros, el Séptimo de Caballería o los indios.

La alimentación en el Far West se basaba, por lo general, en maíz, harina, alubias, tocino, más té y galletas. Era la norma, aunque con sus excepciones, obviamente. Estaban también los kilométricos bistecs de la raza bovina Texas Longhorn. Filetes de tres palmos que se exportaban a la costa Este de EE UU e incluso a Europa. Los indios Yutes disponían de cuchillos, tenedores, cucharas, platos y cajas de hierro blanco, sartenes para freír, y azúcar, café, latas de harina y tabaco para fumar. Para la caza y la pesca tenían anzuelos, hilo, pólvora, cartuchos y cápsulas. No había ninguna distribución de bebidas espirituosas para los llamados Pieles Rojas (salvo en el caso de los sinvergüenzas «agentes indios»), pero ellos cambiaban, en las tiendas de los blancos los tratantes y los tramperos, ciertos regalos de los blancos por whisky (trueque).

En Fort Laramie, que antes de ser una estación militar fue una posta de tratantes de la casa Chouteau de Saint Louis, se comía carne de perro, joven y engordado para el festín. En el western La venganza de Ulzana (1972), el explorador del ejército McIntosh (Burt Lancaster) alaba la carne de perro, «si es joven». Los Pieles Rojas reservaban esta carne para las comidas de fiesta, siempre que fuera joven, engordado y matado por

ellos. Según el testimonio del general Harney, «jamás había comido algo más delicioso que este joven perro de Laramie».

Hay más opiniones al respecto. Jim Beckwith, mulato americano, jefe de una banda de los Sioux, aseguró que «yo mismo he probado la carne de perro, y así como la del caballo, no encontré en ella nada repugnante. Solo la del mejor carnero podría compararse, por su sabor y delicadeza, con la del perrito cebado».

En las estaciones de la diligencia transcontinental, los apretujados viajeros, después de lavarse, iban al rudimentario comedor. En quince minutos, y en el mismo plato, comían roast beef y beef steak con patatas (en castizo español: bistec), salmón salado „secado al sol„, maíz cocido y pastel de frutas.

En el libro Bocetos californianos, de Bret Harte (1836-1902), el escritor relata los efectos de un dulce que comió en Wingdam («pueblecito arcadiano»): «Sentía los efectos de un pastel misterioso, contrarrestados un tanto por un poco de ácido carbónico dulcificado con el nombre de limonada carbónica».

«Y en cuanto a la comida en un campamento de caballería en campaña, no tiene nada de extraordinario, porque las judías, el café y el tocino entreverado, se repiten con la suficiente regularidad para impedir toda glotonería». (Caminos de herradura, de Frederic Remington). También se disparaba contra patos, pollas, cercetas y gallináceas en las marismas-charcas de Dakota. Los cazadores, transportados en carretas, le pagaban a un cocinero que les preparaba grandes bistecs de Chicago de media en media docena.

Un cocinero chino, Charlie Jim, sentenciaba: «Bollos y pasteles no ser buenos para vaqueros. Volver gordos y perezosos». Las alubias eran buenas, pero el general Taylor dijo una que «han matado a más hombres que las balas en la guerra entre Estados Unidos y México». La comida en los ranchos era muy limitada (superávit de beicon y judías). Por lo tanto, de vez en cuando, los vaqueros cogían un novillo que estaba en los pastos. Lo arrastraban hasta la puerta del rancho, lo sacrificaban allí mismo y había comilona para más de 24 horas, puesto que una parte de la carne la secaban al sol (cecina, hoy).

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