Los acomodados gobiernos europeos rechazan la inmigración africana. Los boyantes gobiernos europeos han minimizado cuanto han podido el drama del éxodo africano; han mirado hacia otra parte ante las tribulaciones de los refugiados africanos, han disimulado hasta el virtuosismo la presencia de muchedumbres famélicas en sus fronteras; y al cabo, cuando se han visto en la evidencia más flagrante, han cerrado las puertas. Galos e ingleses, asustados por la «invasión» africana, refuerzan sus murallas y aumentan las deportaciones de «ilegales», al tiempo que cruzan miradas de temerosa complicidad con los rollizos gobiernos vecinos. Los dueños del eurotúnel no afrontan la inmigración: corren despavoridos hacia sí mismos; experimentan la contractura galvánica del miedo, la retracción instintiva en la propia coraza; la retirada en desorden hacia el triste recinto del egoísmo. Huyen de los pobres impidiéndoles la entrada y catapultándolos al infierno del que salieron. Quieren evitar la marabunta indigente; y como no pueden levantarse las faldas geográficas y escapar como antílopes, la rocían con el napalm de la indiferencia y le propinan la patada policial. Ya dijo Adela Cortina que no hay racismo contra la raza sino contra la pobreza, de modo que los eritreos, egipcios, libios, argelinos y sirios que arrancan vallas y abordan camiones en la divisoria francobritánica no asustan a nadie por el color de su piel sino por el vacío de sus estómagos y faltriqueras. Al pobre, si viene solo, se le acaricia la espalda, se le sahúma con lugares comunes y se le despide con falsos ofrecimientos; pero si llega enjambrado, con el bostezo en ristre y la casquería rugiente, se le huye.

Una parte de la sociedad europea siente compasión del pobre y le organiza la parca hogaza del remordimiento. Los gobiernos, en cambio, no. Su expeditiva reacción al descontrol migratorio pone de manifiesto la enorme distancia contemporánea entre administradores y administrados, la primitivización y satrapización del poder. Anchas parcelas de las «altas» instancias políticas y comerciales del «primer mundo» contemplan desde un palco refrigerado el tenebroso espectáculo africano del hambre y la muerte; pero cuando los actores han rebasado el escenario les han detenido en el foso de la orquesta, en el descampado fronterizo, antesala de la buena vida, para que prosigan aquí la zozobra de allá mientras el pellejo se les va secando entre zarzales y espartos.