Una vecina loca pero de apariencia cuerda comenta en la piscina este titular en boca de Pérez-Reverte: «la guerra es el estado normal del hombre». Tal idea ha calado en las entrañas de la pobre mujer, cuya cultura destaca entre la medianía (cita a un autor afamado, mediático, pero pierde puntos haciéndolo en remojo). Es cierto que yo también estoy tumbado en la toalla cual guiri. Si lo hago es para encontrar en la realidad inmediata la materia prima de mis columnas. Pensé reprenderla por su falta de rudimento filosófico: T. Hobbes ya dijo aquello de homo homini lupus, cuyo significado encaja a la perfección con la idea del periodista y Académico de la Lengua. Desisto de tal ocurrencia no fuera caso que me acusara de intimidación dialéctica (y para más inri en agosto).

Mi yo pensativo escudriña diversas escenas estivales y acepta en su imperturbable intimidad que la guerra sustenta nuestra humana condición. Los hombres somos aguerridos por naturaleza. Ahora bien, si priman las guerras internas sobre las externas o al revés, ésa es una disquisición desconocida todavía por las ciencias sociales. Así a bocajarro, da la impresión de que la gente apenas se inquieta desde adentro. La muerte, cuidar el alma o el crecimiento personal sólo interesan a individuos locos de atar, ya sean filósofos, psicólogos o poetas. A quien comparte titubeos trascendentes, lejos de hallar consuelo y estímulo, se le aconseja tomarse la vida sin «calentarse la cabeza». Para tal menester nos administran drogas variadas, ya sean en cápsula, televisión, Internet o supositorio. Con ellas uno se aferra a la inmanencia como un clavo ardiendo.

La gente guerrea a menudo en infinitas batallas bobas. He visto fulanos enzarzándose por su parcela en la playa. O por la demora del camarero en un bar mugriento repleto de turistas (no menos mugrientos), enfurecidos en comunión a causa de la tardanza de sus patatas congeladas o esa sangría de garrafón. Sé de vecinos en pie de guerra si se viola su sacrosanta siesta. Ahora bien, otra cosa es un gobierno corrupto, por ejemplo. En este caso brota un pacifismo anómalo impropio de individuos radicalmente belicosos. Malgastamos energía y furia en guerras periféricas. Pero nos agradan estas guerrerías periféricas, marginales, baladís. He aquí nuestro campo de batalla predilecto: el sofá de casa, el chiringuito o el patio de vecinas. Curioso.