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Francesca Duranti en la Trinitat

Vi a Francesca, no en Arezzo ni en Florencia, en la Santa Croce, sino en el hotel Astoria, en un cóctel de los Premis Octubre, cuando eso era todavía algo. Me acerqué a la señora que iba de azul oscuro, encaje o damasco, y llevaba un dije de oro. Con su melena y su posat me pareció una actriz de Hitchcock, Eve Marie Saint o Grace Kelly, más madura y restraint. Y quedé con ella para el día siguiente, al saber que era la novelista de quien había leído dos libros y publicado la crítica del primero en español, La casa del lago de la luna negra(genial).

A la puerta del Oltra la recogí, yo compré Le Monde o La república, como hacía desde los sesenta. Y habamos en italiano, siempre ha sido así y ya dura muchos años. La llevé a ver el Colegio del Corpus Christi „los tapices flamencos„ luego el monasterio de la Trinitat, o el palacio de los Dos Aguas, entonces sin restaurar. Ella preguntaba mucho y miraba intensamente con sus ojos azules, reía como consintiendo, bueno, ella es gentil si quiere. Y al final del recorrido me dijo, «si viene a Toscana llámeme, pase por casa».

No lo hice hasta el verano de 1992, cuando abandoné Palma, tras diez años de pasión y amistades y Copa del Rey de vela. Y tras escribir una novela y una adaptación en Santorini me planté en Lucca y llamé. No sabía que me metía en el laberinto o en la isla de Circe.

Llegué a Villa Rosi ignorante y en atravesar el parque me dije «qué hago yo aquí». Me instalé en la sala «delle Rovine» y salí a dar una vuelta y mi vida dio un vuelco, a las 10 de la noche estaba levitando junto a la piscina subido en otro tren que me iba a llevar a otro palacio próximo, Burlamacchi.

Y allí he ido muchas veces, siempre se regresa la lugar del crimen, con César, con Pedro, con Isabel, con Joseph Olshan, con quien llegué a viri todo un verano en una granja en Toscana, lo que daría para una novela. Y conocí a Marina Rosi, a Arturo y Paola Capone, a Bernardo Bertolucci „que preparab aun filme„, a Marcello Mastroiani, que quería paella, a Flora, a sus hijas? Y a un grapat de escritores de primera fila. Pero el más grande era Michael Grant, la historia de Roma viva.

Julio Melgar al volver, en mi casa de la calle Landerer, me dijo: no se lo cuentes a nadie, vas a provocar la rabia. Él conocía bien a los valencianos, era de Benavente. Pero yo lo conté, lo he contado muchas veces, he mostrado las fotos. No hay de qué arrepentirse.

Francesca me ha dedicado sus libros, me ha inspirado una novela y un libro de cuentos, me invita todos los veranos, también a su casa en New York, en el Village, y en el palacio de Roma, de Via Julia. Su padre fue jefe de la Resistencia, senador y padre de la patria, cosas. Leo sus libros y los de Niewerkerke, ministro de Napoleon III, que dejó los muebles «directoire» y las primera ediciones dedicadas de Flaubert y Turgueniev. No las he robado, todavía.

Estoy gozando del parque, junto a la misma piscina, bajo el emparrado, leyendo a Faulkner, Light in august. Como pasta al pesto y ensalada, que preparo con los tomates que recogí de madrugada. Luego me baño en Marina de Carrara y voy al festival Puccini, invitado por Simoneta Puccini. ¿ Qué más puerdo pedir? Es el Hado.

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