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Hacía girar la pata sobre el escenario, sumía sus mejillas para poner labios chiquitos, de muñeca graciosa, y el teatro se veía abajo. Yo la vi. Tuve la suerte de verla allí, sobre el escenario de su teatro, La Latina. Fue uno de sus éxitos personales. ¿Qué artista compra un teatro para no tener que mendigar un estreno? Lina Morgan lo hizo.

Ganó dinero, y lo ganó a espuertas trabajando en lo que siempre quiso, en el teatro, y no como vedette, cuyo cuerpo, estatura, y rostro no respondían al canon sino como actriz cómica, figura rara en un mundo en el que hacer reír, también, es cosa de hombres. Lina Morgan elevó la caricatura, y lo grotesco a veces, a categoría sublime, a la cumbre de lo exquisito por su delirante ejecución. Fue única. Creó un personaje que ha muerto con ella. Era una gran payasa.

Teatro, cine, televisión, nada en el espectáculo le fue ajeno. Y siempre atada a su otro yo, a ese personaje entre derrotado y astuto, entre perdedor y avispado. Un Charlot con faldas. Gracias a mi amistad con Víctor Andrés Catena, granadino, hombre de teatro que luchó por desempolvar la rancia escena española, creador de la revista Caracol y que apostó por casar a los clásicos con la vanguardia, conocí a Lina en el estreno de «Celeste? no es un color» -sí, Catena se pasó a la comedia y dirigió las obras de la cómica-.

Fuera del escenario se derretía Lina Morgan. La que te saludaba con educada pero distante cortesía era María de los Ángeles López, señora de una elegancia precavida, dejando claro que su personaje existía en el escenario, y que su persona era un tesoro reservado. Apenas se sabe de la vida privada de María. Como ella quiso.

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