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La vida aburrida

Hubo un tiempo, no hace tanto, en que el aburrimiento formaba parte de la vida cotidiana. Recuerdo tardes sin hacer nada, escuchando en la radio algún programa que no entendía, releyendo libros sin misterio, anotando matrículas de coche como quien lleva una contabilidad motorizada de los vehículos que circulan por la calle. Recuerdo una época sin canales temáticos ni deportes ni dibujos animados, sin bibliotecas ni apps, sin polideportivos ni actividades extraescolares. A falta de primos o hermanos, los niños crecían jugando en la calle o incrustados en el mundo de los adultos, ajustándose a una vida ritualizada. Supongo, sin embargo, que el tedio nos adiestraba en el difícil arte de la contención y la espera. Sabíamos que, cuando nuestros padres hablaban con otros adultos, teníamos que respetar ese diálogo excluyente. Sabíamos que, en el trabajo, no se podía interrumpir más de lo necesario. Sabíamos que uno de los deberes de cualquier niño y de cualquier adulto era aprender a manejar el oneroso peso de las horas.

No es que fuera un mundo falto de intensidad, soporífero como el vuelo de las moscas en verano, sino que esa intensidad se modulaba al ritmo de nuestra fantasía. Tras algún bostezo apagado, los niños descubríamos que el juego es el rostro de la imaginación y entonces pergeñábamos una historia de mosqueteros con dos viejos lápices, o nos poníamos a dibujar el paso de las nubes, o intentábamos apagar un incendio que sólo existía para nosotros o, con un brazo postizo (el mismo que compró Pippi Calzaslargas con las monedas de oro que había heredado de su padre, el capitán Efraim), intentábamos atrapar lagartijas. Para los existencialistas, el aburrimiento enlaza la vida con la expectativa sin sentido de la muerte; aunque para los niños no creo que sea así. Se trata sencillamente de una forma de educación, un ensayo de la vida adulta, un rito de paso que activa la escucha, la atención y la paciencia.

Ahora que soy padre y veo a mis hijos, compruebo cuánto han cambiado nuestras prioridades. La obsesión socializadora en las escuelas, por ejemplo; la agenda milimétrica de las extraescolares del violín al inglés, del tenis al ballet; la escasa autonomía de los niños. En los libros de texto, las llamadas de atención, los bocadillos coloreados, el zigzagueo de imágenes se han convertido en el común denominador de un material textualmente pobre y lleno de erratas; algo que por cierto contrasta con los libros escolares que se emplean en Japón o en Singapur, de estética espartana.

En los desplazamientos en coche, en los restaurantes o en una sala de espera, los niños se entretienen con las aplicaciones de los smartphones. Incluso la animación infantil ha sustituido el ritmo pausado de las series de los 70 y primeros 80 Marco, La abeja Maya, Érase una vez? por la disparatada sucesión de gags de Bob Esponja.

Si en nuestra infancia, el tedio servía para despertar la atención y la curiosidad, ahora queda arrinconado como si fuera un adversario de la creatividad o un virus atenuado de la tristeza. Pero quizás deberíamos preguntarnos si la hiperestimulación de los sentidos no termina jugando en contra nuestra.

Y no hablo sólo de los niños, sino de la vida adulta wasapeada, tuiteada, expuesta al incesante pimpón de las redes sociales, con su suave sfumato de vanidad. Al mismo tiempo que se debilitan los vínculos cercanos de la familia, se refuerzan los lejanos del network. Al mismo tiempo que desechamos el aburrimiento en beneficio del entretenimiento, nuestra imaginación esa capacidad de soñar el futuro se vuelve más previsible. Y, en cierto modo, mucho más cansina.

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