Cada año, con el buen tiempo, se plantea el conflicto nocturno entre jóvenes vocingleros y vecinos protestones. En el fin de semana, desde casi media tarde hasta las luces del amanecer, ciertas plazas se llenan de multitud de chicos y chicas que toman posesión de ellas y las convierten en lugar de reunión. A medida que van bebiendo van hablando más alto y algunos, los que tienen mal vino, pasan a hostilizar a los transeúntes, vandalizar puerta y ventanas y otras diversiones. A los vecinos que les toca tan particular movida les molesta, además, quedarse con los restos del festín en forma de basura, botellas rotas y ese olor a evacuaciones callejeras que suele quedarse prendido en el ambiente bastantes horas después de que la limpieza municipal trate de remediar el destrozo.

¿Tiene esto algún arreglo ? Pues, de momento, bastante poco. Los jóvenes que no tienen dinero para ir a lugares cerrados aspiran, por lo menos, a marcharse lejos de sus lugares habituales y se enganchan, con el mimetismo inevitable, a esas típicas plazas de las zonas antiguas de las ciudades donde comerciantes de la noche pobre les venden mercancía para la diversión al alcance de sus bolsillos. Los menos pudientes del mundo sureño llevan siglos beneficiándose de los espacios abiertos, un privilegio que concede el buen clima a quien no tiene medios para otra cosa. Es un escenario donde encuentran solidaridad generacional, oportunidades de espontaneidad, de permisividad que su entorno propio no siempre les concede. Los vecinos que protestan, al fin y al cabo, no son sus propios vecinos, sus propias familias y ello les permite pasar de ellos o permitirse la eventual confrontación. Los vecinos se duelen de que sean sus calles y plazas las elegidas para la zarabanda nocturna porque los habitantes de barrios más ricos tienen medios, policía propia o mejor acceso a la pública para impedir que les fastidien la tranquilidad de la noche.

Pero caben remedios puntuales. Los ayuntamientos podrían contribuir a la conciliación instalando y renovando contenedores y papeleras, que suelen brillar por su ausencia o son también vandalizados, e instalando retretes, aunque sean esos portátiles que se usan en las manifestaciones y organizando algunas rondas de los policías locales para mantener cierto orden. El uso de las vías públicas para el esparcimiento nocturno no puede criminalizarse, pero tampoco se puede abandonar la protección de los afectados.

Es también una cuestión generacional. Los habitantes de las zonas antiguas suelen ser personas mayores que no entienden los modos de la juventud, especialmente de la menos escolarizada, la peor tratada por el mercado de trabajo que tiene, como único horizonte de desahogo, esas noches de ruido, litrona y camaradería. Cada uno se divierte como sabe y como puede.