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Una Europa malcriada

Nos torturan las televisiones con imágenes que hieren cualquier sensibilidad: decenas de miles de personas que huyen de la guerra, del hambre y de la miseria y se lanzan a pisar territorio europeo, ese que come cinco veces al día, se ducha, toma cervezas y vive bajo techo. Ese, en el que el más pobre puede rastrear un contenedor de basura y comer algunos restos de mortadela o sardinas. Ese que discute sobre si los toros son una crueldad o un cartel firmado por Picasso. Ese mismo Occidente que tras sesenta años de benéfica paz ha criado a sus hijos y sus nietos con las neveras llenas, con mil fiestas de regalos por esto o aquello. Ese Occidente tan orondo parece indiferente ante las masas de desesperados que quieren vivir el sueño de tener un techo y una nevera con refrescos.

Es ese mismo Occidente que, hipócrita, dice ahora que hay que abrir las puertas a la solidaridad. Claro que sí. Hay que abrir las puertas de cada uno de nosotros, de nuestras familias para acoger a los cinco mil millones de personas repartidas por cinco continentes que no tienen agua corriente ni techo digno donde cobijarse. Acogeremos a cuatro mil y vendrán cuarenta millones. Usted, querido lector: ¿quiere acoger a alguno de ellos en esa habitación que le sobra hasta que encuentre trabajo? ¿O pertenece usted al club de esa señora de mi pueblo que se presentó en servicios sociales del Ayuntamiento a pedir ayuda para comer después de pasar por el gimnasio y convenientemente calzada con marca de lujo?

Esa es la sociedad que hemos construído: una sociedad de malcriados que mira de cara y baja los ojos a millones de gentes que nada tienen y por tanto a nada temen. Esa sociedad que no quiere oír hablar de la única solución: para mantener el nivel de vida de niños malcriados habrá que crear riqueza donde no la hay. Abandonamos África en manos de tribus y dictadores corruptos que persiguen a los europeos, los expulsan y por si no fuera poco, se vienen tras ellos. Contemplamos los horrores de ciudades destruidas y niños degollados pero no movemos un dedo, y cuidado con enviar tropas a defender a los inocentes. No queremos ver muertos a nuestros malcriados niños. Preferimos apuntarnos a acabar con las corridas de toros. Los toreros, esos asesinos. Esa sociedad dormida y anestesiada está perfectamente preparada para caer al mínimo empujón por manos de quienes desean levantar algo nuevo, tras degollar lo viejo. Ellos no temen a la sangre, ni la repudian. No crean que sería novedoso. La Historia ya nos ha ofrecido reiterados ejemplos de la caída de civilizaciones que parecían eternas.

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