Joan Fuster escribía en 1972 que la calle había perdido su espacio como lugar de convivencia. No obstante, los niños de los setenta todavía pasábamos los veranos y las vacaciones en ella. Íbamos en pandilla con nuestras bicicletas BH. Jugábamos al Pañuelo o a Moros y Cristianos... Las relaciones se establecían cara a cara. Lamentablemente, con nuestros chavales esto ha cambiado. Actualmente algunos adolescentes juegan online con ciberamigos que ni siquiera conocen, alardeando de tener centenares de contactos incluso mayores que ellos.

La tiranía de la pantalla se está extendiendo en muchos campos. Todos estamos obsesionados con la mini pantalla del móvil. La gran pantalla, en el siglo XX, revolucionó nuestra sociedad y nos proyectó modelos de comportamiento. El cine nos americanizó y creó falsos mitos. La pequeña pantalla nos cautivó y se instauró en nuestras casas, eliminó las tertulias con los abuelos o las charlas alrededor de la estufa. Con la televisión nos atontamos, perdimos comunicación. La pequeña pantalla tiranizó el salón, se coló en los dormitorios e incluso se posicionó en las cocinas. Con la televisión, la manipulación fue sencilla atrapándonos fácilmente. Los telediarios sustituyeron la sana conversación mientras comíamos a cenábamos.

La palabra pantalla es probablemente un acrónimo formado con el inicio y el final de dos palabras del valenciano: pampol y ventalla. Una de las acepciones de pantalla se refiere a ella como persona o cosa que puesta delante de otra, la oculta, le hace sombra o no le permite pasar. Esta es la razón por la que podemos sentirnos bloqueados y necesitamos personas que anulen el efecto pantalla.

A la pérdida de la calle ahora se une la pérdida del salón de la casa como lugar de encuentro familiar. Antaño en el salón se ponía el tocadiscos, se escuchaba la radio o se conversaba. Ahora, los chavales se recluyen en sus habitaciones, búnkeres en los que se embriagan con tecnología de todo tipo: aparatos electrónicos, televisión, videojuegos, ordenadores, móviles... Aquí viven en los mundos de Twitter, Facebook, Snapchat, Ask, Instagram, WhatsApp... Actualmente, los trayectos en coche a la escuela son el último reducto de conversación familiar.

No todo es negativo, la revolución comunicativa de los wasaps o de Skype nos permite sentirnos muy cerca de personas que pueden encontrarse incluso en China. La tecnología nos posibilita información rapidísima. Aprendamos a dosificarla. La dependencia tecnológica nos distancia afectivamente e induce a la frialdad en las relaciones. En ocasiones, las pantallas trasmiten informaciones intrascendentes que nos distraen de lo esencial. A este hecho se le llama hacer pantallas de humo. Esta humareda nos deshumaniza. Algunos viandantes se comen literalmente la pantalla. Otros se ofrecen como salvapantallas. Cadenas televisivas rivalizan con frivolidades por ganar cuota de pantalla.

Las pantallas no nos permiten llegar al fondo de la comunicación humana, ya que la presencia física es vital: los gestos, el tono de voz, la mirada o el contacto siempre son más enriquecedores que los emoticonos. Existen demasiados miedos a comunicar y expresar nuestros sentimientos. Deberíamos practicar más la escucha activa y escucharnos menos a nosotros mismos. La era comunicativa se está convirtiendo en el momento de mayor incomunicación. Para José Saramago, dos de las tres grandes enfermedades del ser humano son la incomunicación y la revolución tecnológica. La pantalla no debe ser una muralla, su abuso es decadente pero su uso comedido demuestra inteligencia.