A veces los caminos son más antiguos que los hombres. Estos, tarde o temprano, no hacen sino volver, como si cumplieran órdenes desde mucho tiempo atrás latentes. Da igual que vengan en son de guerra o de paz. Sencillamente, de repente se lanzan al camino. Cualquiera que haya leído las crónicas antiguas sabe cuántas veces cruzaron el estrecho las gentes bereberes desde época romana, antes de que llegara Tarik. Cuando se tomó Constantinopla, y ya había posibilidad de pisar suelo europeo del otro lado de los estrechos donde se asentara la antigua Troya, las formaciones turcas subían el Danubio desde Belgrado hacia Buda y hacia Viena. Fue la ruta que defendieron los Austrias, tanto Carlos V, que pretendía pararlos con el dominio de los mares, como su hermano Fernando I, que debía su reino de Hungría precisamente a esta intensa guerra.

Parece que allí donde se abren rutas, tarde o temprano llegan los hombres, en masa, apretados, unidos. Pero cuando esos movimientos hacen regresar a pueblos enteros a las viejas pautas viajeras, casi como estirpes animales en emigración, guiados por reflejos que se impusieron y repitieron hace siglos, entonces es que ya están destruidos, desactivados, bloqueados todos los procesos civilizatorios acumulados en el tiempo. Esas conquistas se mostraron eficaces para mantener a los seres humanos en el goce de la tierra, en la dulce familiaridad con el paisaje materno al que nadie por su gusto renuncia. Hoy ya no es así. Todo parece indicar que estamos en medio de uno de esos cataclismos humanos, casi biológicos, que tienen la dimensión de una catástrofe ecológica y etológica. Un cambio de medio profundo, una destrucción masiva del hábitat humano en el Mediterráneo, está llevando a millones de seres humanos a la emigración, en proporciones desconocidas anteriormente, imponiendo un cambio de vida de proporciones significativas para la historia evolutiva de una parte del planeta.

Para hacernos una idea, imaginemos que uno de esos incendios que nos atormentan en el verano, y que a veces nos hacen preguntarnos por las razones del raído odio a la vida de nuestros pirómanos, en lugar de prenderse una vez durante días para iniciar el largo ciclo de la reforestación, pudiese quemar un día tras otro, durante años, la tierra ya calcinada. Nada vivo dejaría, ni hombres ni animales ni plantas. Así lleva quemando la guerra, días tras día, durante ya cinco largos años, el suelo sirio, la patria de aquellos jinetes que llegaron a España a mitad del siglo VIII y que tanto moldearon nuestro paisaje y sus nombres. Esa catástrofe barre la ancha tierra desde Bagdad a Damasco. Esos hombres no toman el camino de Arabia, ni de Irán, ni el de Pakistán. Siguen el reflejo de siglos y toman la senda de Europa. Siguen el camino del sol. Cruzan a las islas griegas, suben por Serbia, Macedonia, alcanzan Hungría y desde allí aspiran a ganar Austria y Alemania e incluso, todavía más al norte, las tierras escandinavas. Atrás dejan la tierra baldía donde la vida ya no es posible.

Sean cuales sean las causas de esta catástrofe, la culpa no la tienen los refugiados. Y sea lo que sea Europa, tampoco los países europeos son culpables. En realidad, cuando surgen estas situaciones, la búsqueda de la culpa se torna un asunto inquietante. Por lo demás, no creo que esta situación haya sido buscada expresamente por nadie. Me cuesta trabajo creer que el ser humano sea capaz de meditar y prever estos resultados tras el Holocausto. Por supuesto que ha habido muchos errores. Se ha minusvalorado la obstinación más allá de toda medida de la tiranía más cruel, el más execrable crimen de los dueños del Estado sirio, la firme decisión de las viejas potencias hostiles de insistir en la ayuda, la capacidad de metamorfosis de terroristas ayer consentidos y hoy perseguidos y muchas cosas más. Pero lo que ha acabado pasando tiene el aspecto de un gigantesco hecho sobrevenido que genera una situación que ya no puede ser controlada. La índole de los poderes que están jugando esta partida ya presentan todo el aspecto de una de esas mutas por las que la humanidad regresa a estadios arcaicos y sanguinarios. Como consecuencia, de nuevo el ser humano vuelve a ser el animal cazado, el animal que tiene que huir, el animal nómada, el animal suplicante. Una vuelta al principio.

No buscar culpables no es lo mismo que ignorar errores. Ese nuevo mundo que se nos prometía administrado con asepsia desde las decisiones de agencias, es el mismo mundo que desplaza a pueblos enteros a la ruina. ¿Tiene algo que ver una cosa con la otra? Hay que pensarlo. Una conclusión se impone. Poderes que no se rijan por las compensaciones, los equilibrios, las pluralidades, están condenados a crear conflictos absolutos. Ahora no podemos engañarnos sobre lo que cuesta alterar el estatus quo. Desalojar a Rusia de una zona de influencia, controlar fuentes energéticas, aumentar de forma indebida las fronteras de un Estado, romper otro, todo esto lleva sin remisión a políticas desequilibradas y desequilibradoras que harán pagar a grandes poblaciones los platos rotos. Quien desestabiliza Oriente Próximo causando una catástrofe humana de dimensiones casi irreversibles no es Europa. Podemos lamentar que no nos opusiéramos con más fuerza a los planes de Bush. Podemos lamentar que nos dejáremos enrolar en los cantos de sirenas de Blair. Podemos reprocharnos no haber tenido más firmeza que la mostrada por Francia y Alemania al inicio de aquella guerra. Y tenemos la obligación de preguntarnos qué podemos hacer para no dejarnos arrastrar como potencias europeas a esa política que no sirve a nuestros intereses, a nuestra posición en el mundo, a nuestro futuro y a nuestra forma de encarar los problemas internacionales. Debemos hacer mucho más para no seguir una política cuyas claves últimas se nos ocultan. Pero es injusto culpabilizar de todo eso a los propios europeos. No es justo y no es bueno.

No somos los que hemos instigado este escenario. Y quizá por eso es tanto más alentador que, liderada por Alemania, Europa poco a poco se dé cuenta de que la situación es tan grave que no hay que distraerse buscando culpables. Ahora sólo puede haber una tarea, salvar vidas inocentes y darles una esperanza. Y demostrar que Europa es una tierra continua que se dispone a distribuir a todos estos sirios e iraquíes por los capilares de sus ciudades, desde Riga hasta Lisboa, desde Estocolmo hasta Cádiz. En estos días hemos visto lo peor y lo mejor. Pero sobre todo hemos logrado acallar las voces disonantes, mezquinas, impedir que marquen el coro, imponer la necesidad de una respuesta positiva. La moneda está en el aire, pero todavía podemos esperar que se imponga lo justo. Nuestro futuro de dignidad depende de cómo resolvamos esta situación, la más grave desde la Segunda Guerra Mundial. También hemos visto que lo que se ha dicho sobre la gente de Alemania, con ligereza y descuido, con torpeza e insensatez, tiene que ser corregido. El despliegue de las ciudades alemanas, su voluntariado, su cooperación con las autoridades, su capacidad por hacer frente a una situación de emergencia con la mejor disposición, trabajando al límite de las fuerzas en muchos casos, ha dado un ejemplo al mundo y a los poderes que se muestran renuentes a comprender que no hay nada más importante ahora que solucionar el problema de la hospitalidad. Desde antiguo, a las tierras que incumplen este deber sagrado, no puede esperarles nada bueno. Uno no sabe bien por qué. Pero sabe que es así.

Ha sido la gente sencilla de Alemania la que se ha entregado, en escenas que conmueven, a resolver este drama. En Bremen, la movilización cívica ha dispuesto alojamiento, escuelas, comedores, zonas de recreo para tres mil personas. Han improvisado maestros de idiomas, monitores de niños, educadores de mayores. Todo ha sido obra de la gente con la autoridad municipal.

Frente a esta respuesta, ni siquiera nuestros líderes más avanzados de las grandes urbes han tenido una reacción tan generosa y rápida. Por no hablar de nuestro Gobierno central, que en las reuniones preliminares a la crisis ofreció recibir a 1500 refugiados para todo el territorio nacional, la mitad exactamente de lo que ha recibido un estado no demasiado rico como Bremen. España, tierra casi despoblada y desierta de Europa, puede hacer mucho más. Es hora de que se muestre que la división de poderes, la pluralidad de centros de decisión, es el mejor medio para que lo bueno que hay en la sociedad no quede silenciado y oculto por obra de poderes centrales que no saben ni quieren saber de la vida sencilla. Cualquier iniciativa que saque a la luz las energías de la gente decente, si no puede imponer su ejemplo, al menos podrá provocar la vergüenza a los que pretendan pasar por esta situación de puntillas.

Es insensato extender la opinión de que Europa es culpable y egoísta en esta crisis. Esa valoración, que no se hace cargo de las duras realidades de la vida histórica que tienen que soportar los poderes no hegemónicos, no puede sino aumentar la desvinculación creciente con la raíces de nuestra legitimidad. Es el momento de demostrar que creemos en una tierra de paz y de hospitalidad. Cada voz que se gane en esta batalla será decisiva para el futuro. No podemos creer ni por un instante que seguimos anclados en una vida histórica cómoda. Ya no. Y hay signos de que tenemos que estar preparados para situaciones todavía más graves. Quien pretenda entregarse a los imperativos absolutos de la identidad, de los problemas exclusivos, de las autoafirmaciones rotundas; quien se pretenda sumergir en los falsos debates sobre el pasado, diseñados para no ver la gravedad del presente; quien no mire con inteligencia el tablero completo, será arrastrado por los movimientos que desplazan las placas tectónicas de continentes enteros. Ordenar esas fuerzas requiere poderes legítimos, cooperativos, serenos, dotados de la firme conciencia de la gravedad del momento y volcados a producir sociedades sanas, capaces de saber por qué merece la pena luchar.