En la medida en que la Constitución expresa el pacto entre los ciudadanos sobre los principios, derechos, obligaciones y sistema de poderes que deben regir en una determinada comunidad política, debe estar abierta a las reformas necesarias para que dicho pacto exprese la voluntad mayoritaria de los ciudadanos. Pero no es suficiente para afrontar una reforma de la Constitución la circunstancia de que no se haya reformado más que en dos ocasiones en 37 años. Será necesario acreditar lo que debe modificarse y solo debieran ponerse encima de una mesa las reformas que sirvan para solucionar problemas que tienen los ciudadanos y sus derechos, o el funcionamiento del Estado.

Los partidos políticos, para proponer reformas constitucionales, lejos de todo apresuramiento deberían seguir un sencillo protocolo. En primer lugar, verificar que sobre un determinado tema existe un consenso mayoritario sobre la necesidad de reforma. Y en segundo lugar, verificar que existe consenso sobre el sentido de la reforma. Y cumplimentados los trámites anteriores, elaborar un proyecto consensuado que sometan al procedimiento previsto en la Constitución.

En la actualidad se pueden identificar tres posiciones de los distintos partidos políticos en relación con la reforma constitucional. Los partidos del centroderecha no tienen la reforma entre las prioridades de su agenda, o estarían de acuerdo con una reforma limitada y puntual. Los partidos del centroizquierda proponen reformas parciales de alcance difícil de precisar. Y los partidos de extrema izquierda propugnan la apertura de un proceso constituyente, una nueva transición.

Pese a que consideremos que los que incluyen en su agenda electoral la reforma de la Constitución van en una dirección equivocada, merece la pena prestar atención a algunas de las posiciones antes señaladas. La última de ellas, la propuesta de abrir un nuevo proceso constituyente, se aleja de la cultura que impera en las sociedades con tradición democrática, como es nuestro caso. Esta propuesta está plenamente justificada cuando se transita desde una dictadura a una democracia, lo que ya sucedió con la muerte del dictador Franco en 1975. Pero en nuestro caso carece de toda justificación la pretensión de repensar todo el edificio democrático cuando lo que resulta necesario es hacer algunas reformas en algunas de sus estancias. Los que proponen una nueva transición representan a una minoría integrada por ciudadanos muy heterogéneos en los que concurre un denominador común, el de no creer en el sistema y procedimientos democráticos. Probablemente, conscientes o no, son nostálgicos de modelos autoritarios de cualquier naturaleza fracasados o de previsible fracaso.

Los que hacen propuestas de abrir un proceso constituyente, o una nueva transición, parecen desconocer algunos datos históricos que debieran hacerles reflexionar. Si observan las constituciones de las democracias más avanzadas podrán comprobar que, por ejemplo, la de EE UU lleva vigente más de 200 años y que fue elaborada en tiempos llenos de turbulencias correspondientes a un proceso independentista. La Constitución alemana, la Ley Fundamental de Bonn de 1949, fue elaborada en una Alemania ocupada por norteamericanos, soviéticos, ingleses y franceses, teniendo que soportar grandes presiones en la configuración de su estructura política que sigue, no obstante, prácticamente intacta. La Constitución italiana de 1947 se elaboró en un país que salía del fascismo que se debatió entre la monarquía y la república. Las nuevas generaciones de norteamericanos, alemanes, italianos, y otros europeos, ni siquiera en los episodios más dramáticos de su historia tuvieron la ocurrencia de romper con su pasado democrático e iniciar un nuevo proceso constituyente.

El Estado de las autonomías es objeto de otra de las propuestas de reforma que merece atención. Nos referimos a la propuesta del PSOE de convertir España en un estado federal. Esta propuesta tiene un vicio de origen: con el Estado de las autonomías, España adoptó un modelo singular federal. Es decir un Estado compuesto, que constituye la esencia de los Estados federales. Su funcionamiento ha sido muy estimable, como demuestra la circunstancia de que los servicios públicos más importantes se presten con gran eficacia por las comunidades autónomas, aunque se aprecien entre sus deficiencias una coordinación insuficiente entre comunidades que haga efectivo el principio de igualdad de todos los españoles, sea cual fuere el lugar del territorio en que se encuentren.

La Constitución merece reformarse. Pero una cosa es reformar el Estado de las autonomías, una de las aportaciones más brillantes de los españoles al Derecho occidental, y otra bien distinta es despreciar lo realizado para adoptar cualquiera de las otras muchas versiones de Estados federales: alemán, norteamericano, austriaco, canadiense, mexicano, etcétera. ¿Acaso en alguno de los numerosos modelos federales encontraríamos solución a los problemas que tenemos?

La propuesta federal del PSOE pretende dar solución al problema catalán, pareciendo desconocer que los independentistas no quieren un cambio del modelo autonómico, sino la independencia. No es con un esparadrapo con lo que se cura el cáncer independentista. Además, la reforma que propone el PSOE en vez de conducir a una mayor igualdad de los ciudadanos españoles, sea cual sea el lugar en que residan del territorio del Estado, nos podría conducir a mayores desequilibrios, en la línea de los fiscales del País Vasco y Navarra, u otros a los que aspiran los nacionalistas moderados vascos y catalanes, abriéndose una irresponsable guerra entre comunidades autónomas.

La Constitución necesita reformas de diferente naturaleza para garantizar la igualdad de los españoles, con reglas más claras sobre los servicios públicos esenciales, sobre la solidaridad interterritorial y para clarificar el sistema de competencias entre el Estado y las comunidades autónomas al que se dedican tan solo dos artículos principales (148 y 149). Pero, además de una cuestión técnica, susceptible de solución, la reforma del Título VIII de la Constitución, en el caso de que se plantee, es una cuestión de fondo. ¿Y acaso puede decirse que exista consenso sobre como debe regularse, por ejemplo, la educación o la sanidad? Todo lo contrario, de manera que los partidos que creen tener la solución en esta materia parecen desconocer la división profunda que existe en torno a esta cuestión de fondo. Y lo mismo puede decirse de otros tantos asuntos fácilmente detectables en los centenares de sentencias dictadas por el Tribunal Constitucional desde 1981 hasta nuestros días que resuelven conflictos entre el Estado y las comunidades autónomas.

En el caso de España, junto al sistema de reforma ordinario que impera en Europa, un considerable número de preceptos constitucionales exige el complejo procedimiento del artículo 168 de la Constitución que implica, entre otros trámites, la disolución de las cámaras y el referéndum popular. Y algunas de las reformas que se están proponiendo exigirían seguir el procedimiento del artículo 168.

Hablando seriamente, ¿es la reforma de la Constitución una prioridad? ¿No será conveniente que por el momento nos centremos en los problemas más graves que nos afectan, combatiendo el desempleo, las bolsas de marginación y la corrupción, e introduciendo cambios efectivos en nuestro modelo productivo escorado hacia el sector servicios, y una larga relación de problemas que nos aquejan? Así lo creemos; no deben confundirse los problemas de los ciudadanos con los, en demasiadas ocasiones, ficticios problemas en los que se recrea la clase política.