Creo sinceramente que caminamos en Europa hacía una situación geo-económica de carácter neocolonial continental: se adivina la existencia de un país (Alemania) como epicentro del continente y un sur de Europa que queda ligado a los designios, intereses, necesidades y principios del poder alemán. Alemania va camino de conseguir, al cabo de unos 150 años (desde su fundación en 1871), la gran meta del proyecto de una Gran Alemania que incluso va más allá de su propia naturaleza original y enlaza con el propio expansionismo nazi, y desde una perspectiva neocolonial podemos convenir que Bismarck ve concretarse y realizarse, casi sin querer, una de sus famosas frases en el contexto del reparto europeo del mundo (finales siglo XIX): «Mi mapa de África está en Europa». Nuestra amada canciller, la canciller en mayúsculas (Merkel) de todos nosotros/as puede pensar algo semejante: lo que Alemania no consiguió a cañonazos y otras lindezas semejantes está a punto de conseguirlo ella: el dominio de Europa.

Desde que existe como tal, Alemania siempre ha sido un problema en Europa. Su misma unificación fue consecuencia de un sinfín de guerras, la más notable la franco-prusiana, que creó un enorme poder económico y político en el centro de Europa: el II Reich. Aparecía en el escenario europeo un poder nuevo, un Estado que no entra por la puerta de atrás, más bien aparece con bombo y platillo y por la puerta principal, la reservada a la Inglaterra victoriana que ve con preocupación la extensión de la etiqueta made in Germany y de la weltpolitik.

Y en esas estábamos, cuando estalló la Primera Guerra Mundial en parte provocada por esa weltpolitik o política de expansión mundial del II Reich. Una guerra con orígenes heterogéneos, pero que tiene mucho que ver con esa política, y que sumió a Europa en la más horrorosa miseria: Francia y muchos otros países volvían a sufrir y sucumbir ante el poder militar alemán. El mundo atónito y escarmentado por la responsabilidad del II Reich en el conflicto castigó (el famoso diktat de Versalles) a la nueva Alemania de Weimar y la obligó a pagar por los daños, entre otras las reparaciones económicas de guerra, la deuda de la guerra.

La humillación (nos suena a algo, ¿verdad Merkel?) fue el caldo de cultivo del nazismo, de esos polvos salió el lodo: Hitler, que llevó a Europa y al mundo a una nueva guerra brutal y genocida. Finalmente, el mundo derrotó a la bestia y se decidió aplicar aquel principio de «muerto el perro se acabó la rabia» y Alemania fue dividida en cuatro, más tarde en dos... ¿se acuerdan de la RFA i de la RDA? (los franceses escarmentados decían aquello de «amamos tanto a Alemania que preferimos que haya dos»). Durante muchos años „casi tantos como los que tuvimos que aguantar los españoles a Franco„ Alemania nos dejó tranquilos.

Pero se ve que la ambición y el expansionismo, junto con la pretensión hegemónica, forma parte del ADN del país y con la unificación de las dos Alemanias en 1990 otra vez a las andadas. Lo de Alemania es como la mala educación, por mucho que alguien intente disimularlo siempre acaba saliendo algún tic. Lo bueno es que de nuevo (y dicen que a la tercera va la vencida) Alemania vuelve al viejo sueño de la Gran Alemania, pero de una forma más sutil y pacífica, por medios más civilizados. Quien intente impedirlo lo tiene complicado, ¿no, Syriza?