A propósito de Cataluña, esta frase, muy utilizada en los tiempos duros de la transición, entiendo que, salvando todas las distancias debidas, vuelve a tener plena actualidad en los mementos de tensión más bien soterrada que vivimos con el activismo independentista catalán a escape libre. En un estado democrático como el nuestro, sin entrar en aspiraciones perfeccionistas utópicas que más bien existen en el imaginario de la minoría intelectual progresista del país; utopía a la que no debe renunciarse, no obstante; no puede ni debe ser que un colectivo de ciudadanos, por importante que sea, y por cualificado que sea el territorio sobre el que se asientan, pueda decidir, lo que, realmente, sin discusión objetiva alguna, interesa de manera sensible al resto de la población de este país. Y esto es así, tanto en las regiones colindantes como en las más alejadas del territorio objeto de comentario, dados los intensos lazos de unión que existen entre sus gentes, con independencia de sus lenguas y costumbres. Peculiaridades o singularidades que no permiten, sin caer en el etnicismo, extraer a partir de ahí, cualquier distinción que pueda llevar a una discriminación en los derechos fundamentales del resto de la ciudadanía que integra la nación.

Si además, este derecho se asienta en una Constitución que ha sido aprobada mayoritariamente por todos, incluida la población del territorio cuya separación se pretende, y cuyas libertades y derechos son equiparables e incluso superiores a cualesquiera otra constitución democrática, de otro país con más tradición y arraigo democrático, como se puede afirmar sin ambages de la española; este supuesto derecho de secesión, resulta de manera relevante inadmisible. Por eso, cuando se insiste reiteradamente en la necesidad de hablar, de dialogar y de negociar, es preciso concretar sobre qué principios políticos podrían girar tales planteamientos. Si esto no se concreta, en realidad, no se dice nada, es un mero bla, bla, que conduce directamente a la melancolía, estado de ánimo nada envidiable, por cierto, y menos en estos tiempos.

Sería encomiable que los partidos que participan en este barullo político y social monumental organizado en esta querida tierra catalana, dicho sea sin sentimentalismo banal alguno, deben dejarse de medias verdades, que son las mentiras más penosas; y decir, por lo llano, y con precisión, cuál es su auténtica posición para el supuesto de que se produzca una votación mayoritariamente favorable al independentismo, tanto si la mayoría se refiere a los escaños o a los votos, o a ambas cuestiones al unísono. Es decir, si se va a aceptar esa hipotética (pero no descartable situación a partir del próximo día 27) o se rechazará, y en su caso, qué medidas van a tomar para evitarlo, de las contenidas en la Constitución. Es lo menos que merecen conocer los votantes sobre los que va a recaer la tremenda responsabilidad de los resultados electorales. Sin información previa suficiente, no puede existir responsabilidad. Toda deberá recaer sobre los dirigentes políticos.