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Trajes y disfraces de la corrupción

Es poco probable que Milagrosa Martínez haya leído a Karl Marx y menos «El 18 Brumario de Luis Bonaparte», en el que sostenía, a partir de la idea de Hegel de que los grandes hechos se repiten, que «la historia ocurre dos veces, la primera como tragedia y la segunda como farsa». Pero a una escala doméstica ocurre con la exconsellera de Turismo y su mentor Francisco Camps precisamente que lo que fue una tragedia política ha vuelto convertido en una farsa sobre la corrupción y sus disfraces.

«No sabía nada de turismo», ha declarado Martínez en el juicio de la pieza del caso Gürtel sobre la adjudicación del pabellón de la Generalitat en Fitur entre 2005 y 2009 a la trama de Francisco Correa y Álvaro Pérez. Enfrentada a una petición de 11 años de cárcel por manipular esos contratos, ha optado por hacerse la tonta y transferir cualquier responsabilidad a quien fue su presidente. Camps la nombró sin consultarla, ha alegado. Y ella, alcaldesa de Novelda, por lo visto no pudo decirle que no. Es bueno recordar que su autor explicó esa remodelación del Consell en 2004 „en la que hizo a Víctor Campos vicepresidente, a Milagrosa Martínez consellera y a Juan Cotino titular de agricultura„, por la necesidad de atender cuestiones que requerían «una presencia más directa». Empieza a quedar claro en unos cuantos sumarios judiciales qué cuestiones eran esas.

Ha dicho la exconsellera en el juicio que recibía «órdenes expresas» de Camps y que se limitaba a «trasladar las instrucciones políticas» del presidente. Por su parte, en la sesión anterior, su exjefe de gabinete, Rafael Betoret, apuntó hacia ella para sacudirse las pulgas delictivas y arremetió de paso contra el entonces jefe del Consell por haberle engañado «vilmente» al hacer que en 2011 se declarara culpable en el «caso de los trajes» junto a Víctor Campos, mientras él mismo y Ricardo Costa negaban haberse dejado sobornar y eran absueltos por un jurado popular. Aquel drama de los primeros compases del escándalo Gürtel, con un presidente de la Generalitat que se resistió a dimitir ante el trance de sentarse en el banquillo, adquiere perfiles de auténtica parodia cuando se conocen sus interioridades y se echan las culpas unos a otros, al tiempo que quedan en evidencia las conexiones, que el Tribunal Superior de Justicia no quiso considerar en aquel momento, entre los regalos a políticos y los contratos con una trama sospechosa de participar, también, en la financiación irregular del PP valenciano.

Era dudoso que Milagrosa Martínez tratase de justificar ante los jueces lo que hizo una década atrás, pero ha optado por defenderse con la actitud más indigna, al parapetarse en una supuesta ignorancia que no impidió que años después, cuando era presidenta de las Corts Valencianes y se habían hecho públicas todas las malversaciones, se levantara con los diputados del PP para ovacionar a Camps cada vez que accedía al hemiciclo. ¿Si no es una farsante, cómo podía aclamar a quien, según las excusas esgrimidas en la vista oral, se habría aprovechado, más que de su buena fe, de su estulticia?

Contrastan los reproches de Betoret y Martínez a quien fue su líder con la ausencia de una mala palabra, incluso con algún que otro halago, hacia el «amigo del alma» que protagonizó las corruptelas. ¡Ay, si el Bigotes hablara! Porque en el caso Gürtel el único que ha abierto hasta ahora realmente la boca, si descontamos al repudiado Luis Bárcenas, es el concejal de Majadahonda José Luis Peñas, que lo destapó. Lo demás ha venido de la mano de la investigación. No ha ocurrido como en el caso Púnica, que estrecha las sospechas, entre otros, alrededor del exalcalde de Gandia Arturo Torró gracias a las informaciones aportadas por el número dos del tinglado, David Marjaliza. Y mucho menos sucede como en el caso Imelsa, donde el arrepentido Marcos Benavent ha revelado a la fiscalía con mucho detalle la geografía de un poder que se extendía de los dominios de Alfonso Rus a los de Camps y cuyas arenas movedizas amenazan con tragarse a varios políticos de una época en la que imperaba el fraude.

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