Todo lo que sabemos de las elecciones catalanas es que el independentismo no se mueve. Desde el punto de vista de los escaños, tenemos que en 2012 tenía 74 diputados en total. En estas de 2015 tiene 72. Lo demás es sencillo. Sin duda, el silencio de Colau ha hecho daño a Podemos. Votantes del PP se han ido a Ciudadanos, y el PSC, gracias a Iceta, se mantiene tras una escisión traumática. Pero como se podía prever, las elecciones no deciden nada. No pueden hacerlo. Todo hay que decidirlo de otro modo. Y ahí tenemos el problema. Pues tal como vemos ahora la vida política del Estado, no hay posibilidad de que se tome decisión alguna tampoco desde Madrid. Lo más peligroso sería que nos encaminemos hacia una situación en la que ninguna de las dos partes tenga legitimidad suficiente para mantenerse en su posición. Ni los partidarios de proclamar la independencia, ni los partidarios del silencio de piedra. Pero aquí hay un agravante. Si el Estado no se mueve, la próxima mayoría de los independentistas será absoluta. El tiempo juega a su favor y en contra del Estado. Esto no tiene otra solución que el PP recomponga su posición. Un partido no puede gobernar el Estado español con la representación que el PP tiene en Cataluña. Así que el problema político fundamental que tiene este país es convencer al PP de que tiene que cambiar de ideario respecto a Cataluña. Pues es preciso decir bien claro que desde hace tiempo el PP tiene la grave responsabilidad de conceder oportunidades crecientes a los independentistas catalanes.

Cuando se escriba la historia de estas jornadas que culminan en el 27 de septiembre de 2015 se apreciarán muchos elementos, pero casi con seguridad se habrá perdido lo más denso de las vivencias que hemos venido madurando los españoles en estos últimos meses y años. Como el futuro está abierto, no podemos asegurar todas las valoraciones que nuestro presente merecerá. Pero ni siquiera el más persuasivo de los historiadores sería capaz de convencernos de algunas cosas. Ahí nuestra experiencia apenas podrá cambiar. El testimonio que demos de ella quizá pueda ser un elemento más para contrastar con las complejas construcciones de los historiadores. No podemos cerrar los ojos a esa experiencia. Al contrario, debemos decirla y pronunciarla con plena convicción.

La primera convicción es que a estas elecciones el proyecto del Partido Popular llegó agotado y derrotado. La imagen que el presidente Rajoy dio ante el país entero fue la de no hacer nada respecto al problema catalán porque no quería, pero sobre todo porque no sabía. En estas condiciones tenemos dudas de qué fue lo determinante. Lo que hemos visto y oído nos inclina a juzgar que en el origen hay que situar una completa incompetencia, una incomprensión radical del problema catalán. Creo que con Rajoy, el país entero ha pagado las consecuencias de una forma de elegir a sus líderes según el sistema de la cooptación de su antecesor, lo que pone a una sociedad ante el azar arbitrario de los oscuros motivos de un presidente saliente. Sea como fuere, Rajoy no es un hombre político en el sentido civil de este término. Puede ser un componedor o un administrador, pero no un hombre con un programa político capaz de exponerlo en público con legitimidad.

La segunda convicción no es ajena a la anterior. Si un hombre de esta naturaleza puede dirigir el Partido Popular no es sino porque este partido solo tiene una aspiración, la que él ha representado con plena idoneidad: un inmovilismo que sólo tiene sentido para el cambio en la medida en que este implique una recentralización del Estado. Ni un proyecto de futuro, ni una idea evolutiva del país, ni una capacidad de mejora y reforma. Para el Partido Popular, España está bien como está. Si había que cambiar algo era el pequeño detalle de españolizar Cataluña. Esto es: sólo tenía algo que ofrecer al país, la ideología españolista, tanto más confusa y oscura cuanto más reducido y exclusivo era el ámbito de intereses que verdaderamente regentaba, cuidaba y alimentaba.

Y esta es la tercera convicción que nadie nos podrá quitar, porque constituye la sustancia misma de nuestra experiencia histórica. Lejos de la ilusión que despertó al comienzo de su primera legislatura, tras la mayoría absoluta de Aznar y la revelación de sus verdaderas intenciones el Partido Popular se vinculó a una agenda neoliberal que ofrecía la coartada perfecta para la privatización de los grandes servicios del Estado, una agenda que estaba alimentada por un espíritu de botín insaciable, que ni siquiera se arredró mientras el país sufría su peor crisis, sino que con toda desvergüenza la aprovechó para acelerar sus privatizaciones. Y esto lo hizo coincidir con una dependencia de la jerarquía católica madrileña más arcaica y autoritaria, carente por completo de espíritu cristiano. De ese modo, las élites dirigentes del partido se asociaron rígidamente a un sistema productivo que despreciaba los intereses de su mayoría de votantes pequeñoburgueses y clases medias bajas, y a un sistema intelectual dogmático, incapaz de reflexión y autocrítica, obsesionado por el problema de la identidad nacional, que erosionaba tanto más profundamente cuanto más deseaba imponerla por procedimientos carentes de altura, persuasión y solvencia.

El movimiento independentista catalán comparte esta triple evidencia con nosotros. Ellos creen, sin embargo, que esa evidencia es constitutiva de España. Esa condena nos parece apriorística e injusta. Sin embargo, ahora eso no es lo importante. La cuestión es que, a diferencia de otros pueblos y tierras de España, los independentistas catalanes tienen suficiente fuerza como para imaginar una salida alternativa. Puede ser difícil. Pero pueden ensayarla. Nosotros sólo podemos mejorar España. Y para hacerlo, el PP debe cambiar o ser irrelevante. Pues si España está gobernada por gentes que no tienen ni idea de cómo encarar el futuro, si se han encerrado en la defensa de intereses muy minoritarios y elitistas, si además no tienen otro elemento ideal que un catolicismo arcaico y un españolismo reactivo incapaz de comprender ni siquiera el espíritu de la Constitución de 1978, entonces no podemos tener mucha esperanza de que podamos cambiar. De ellos no vendrá nada bueno, sólo habrá un futuro regresivo. La opción independentista se fortalece sobre esta percepción profunda de que las élites que rigen ahora el Estado no son capaces de imaginar un futuro mejor para todos los españoles. Y si no cambiamos este Gobierno de España, ¿quién podrá reprocharles que ensayen un futuro propio? No estamos ante una consecuencia del viejo nacionalismo catalán. Estamos ante gente que no quiere compartir su futuro con un Estado que no es capaz de imaginar uno mejor que el actual.

A esto nos ha llevado la experiencia histórica del aznarismo, cuando lo vemos describir la totalidad de su propia órbita bajo la forma degradada en que la administra Rajoy. La sustancia ideológica no ha cambiado un ápice desde la época de Aznar. Si durante un tiempo ese escuálido sentido político pudo ser ocultado en su miopía y su inanidad, fue por tres elementos fundamentales que lo cubrieron: al principio de su período de gobierno, por la corrupción de los últimos tiempos del período González, de la que muchos españoles decentes querían verse libres de una vez; en el período de en medio, por la valentía y la decisión con que se llevó a cabo una batalla legal contra ETA, mucho más eficaz que los turbios procedimientos de los GAL; y al final, por los efectos de una política económica de corto plazo vinculada a la especulación urbanística protagonizada por sus amigos, unos ya procesados y otros todavía encumbrados, pero que permitió una temporal euforia de riqueza. Hoy, cuando sabemos que los ministros de entonces, como Rato, estaban organizando asuntos delictivos, no podemos sino sentir una profunda vergüenza por toda esta época, y comprendemos que todo lo que vimos de la trama Gürtel, de Bárcenas o de la Púnica no es sino la consecuencia lógica de una falta completa de valores, ideas y proyectos políticos. La única evidencia que nos queda es que muchos sólo aspiraban al enriquecimiento.

Sin ninguna duda, muchas de estas mismas cosas se pueden afirmar también de algunos políticos catalanes. Pero nadie puede ignorar que el movimiento independentista no procede ante todo de los políticos, sino de los actores civiles. Y esto le otorga al proceso catalán una condición que tiene que ser respondida desde las grandes decisiones de la política, y por aquéllos que tengan plena conciencia de la índole de los retos que se nos plantean como Estado. Los independentistas catalanes ponen al Estado ante una situación evolutiva decisiva porque representan una parte de nuestro pueblo que no puede ser ignorada. Pero tenemos suficientes evidencias para concluir que el actual líder del Partido Popular no tiene respuesta alguna a este reto. La inoperancia que hemos contemplado a lo largo de todo este tiempo no es un capricho, ni un accidente. Es sencillamente lo único que puede, sabe y quiere hacer. No tiene margen para nada más. Quien venga después en la misma línea, como se ha visto con Albiol tras Camacho, no será diferente.

Por eso podemos decir con solemnidad que el resultado de las elecciones catalanas pone fin a la época del aznarismo. Si el PP es capaz de darse cuenta de que no ofrece actualmente ninguna opción de futuro al país, quizá tenga la oportunidad de modernizarse, imitando a la CDU alemana, y así contribuir a la construcción de la época que ahora se inicia. De otro modo, está condenado a ser percibido por la inmensa mayoría de los españoles como un grupo estéril, bueno para lo que cualquiera podría servir, para aplicar las políticas económicas dictadas por los agentes de la gobernanza internacional, pero incapaz de comprender el problema político español. Pero en la época que ahora se abre no podrá lastrar ni retrasar el proceso evolutivo que se inicia. Al contrario. Cuando un pueblo se enfrenta a problemas de fondo, no puede sino reducir la confianza en los grupos políticos que no tienen respuesta alguna a los retos del futuro. La otra opción es que ese grupo inicie una pública autocrítica y se modernice. Si tiene tiempo y si su modernización no es ya Ciudadanos.