El papa, en su discurso en la ONU, ha cargado con dureza contra las instituciones financieras que, a su juicio, producen una «sumisión asfixiante» a la población y abocan a los pueblos a la «pobreza, exclusión social y dependencia». Tacha de «irresponsable desgobierno» la gestión de la economía a nivel mundial y ha invitado a una «severa reflexión» sobre esta situación. Nueva York, la sede del capitalismo, ha presenciado ese alegato papal. Es una llamada de atención de la Iglesia, no ha sido la primera ni será la última, sobre la hipoteca que padecemos, una losa que nos impide desarrollarnos con justicia. Con este motivo, analistas progresistas han vuelto a poner sobre la mesa la necesidad de crear instituciones crediticias que no adopten la forma bancaria. Cooperativas de crédito y otras fórmulas de que nos adelanten dinero para devolverlo sin intereses exorbitantes.

En realidad la banca, en su versión actual, es relativamente moderna. Hasta el siglo XIX los prestamistas, o «usureros» en versión crítica, era gente con dinero que lo prestaba de una forma no institucional, y así se financiaban ciudades, guerras, familias. Cuando la gente no pagaba los ricos tenían sicarios crueles por lo que los deudores se apresuraban a pagar sus deudas sin necesidad de garantías ni hipotecas. La misma institución de la hipoteca es también moderna.

La banca necesita reinventarse para que siga siendo aceptada. La imagen de una banca desahuciando a una familia, echándola a la calle, las más de las veces por haber perdido el trabajo, por haber perdido el empleo no hace sino agudizar ese aspecto maléfico de la banca.