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¿Coleta Morada despeñarse por barranco?

Los resultados de las recientes elecciones catalanas nos han dejado varias lecturas de sumo interés. Han exhibido la enorme fuerza electoral del independentismo, pero también que, hoy por hoy, esa fuerza es insuficiente para obtener una victoria incontestable en un referéndum (por más que los independentistas se afanen en sumar para su causa los votos de CSQEP, de Unió y, si se tercia, hasta del Pacma). Han mostrado la capacidad de movilización latente que aún le queda al españolismo en Cataluña, así como la pujanza de Ciudadanos frente al deterioro -también, especialmente, en Cataluña- de PP y PSOE. Y, por último, han puesto de manifiesto la decadencia electoral de Podemos y de su líder, Pablo Iglesias. Es decir: Coleta Morada.

El sobrenombre no se lo pongo yo, sino él mismo. Iglesias protagonizó uno de los momentos más memorables de la campaña en su diálogo (de mitin a mitin) con Artur Mas. El líder de Convergència habló utilizando el infinitivo, como parodia de la forma de hablar de los indios en las películas del Oeste; una manera de expresar su oposición al malvado españolismo representado por PP, PSOE€ y Podemos. E Iglesias respondió con la misma moneda y el mismo estilo, dedicándose, de paso, a asignar seudónimos para la ocasión, a él mismo (Coleta Morada) y a los demás (Pequeño Pujol, Gran Jefe Plasma, Gran Bandera Sánchez, Pájaro Naranja Rivera, etc.). Una intervención que pretendía ser ingeniosa y tal vez se quedó en esperpéntica.

Podemos e Iglesias se involucraron con fuerza en la campaña, en la que se jugaban mucho. Cualquier partido político fía buena parte de sus expectativas electorales a la percepción que tiene la gente sobre hasta dónde puede llegar. Si el público cree que un partido tiene opciones de obtener representación, o de gobernar, muchos votarán a ese partido basándose en esa creencia. Y viceversa. Si un partido parece estar pasando dificultades, habrá votantes que prefieran no «tirar» su voto; no querrán arriesgarse a que ese voto no obtenga representación. La política, a menudo, funciona como una profecía autocumplida: si los votantes creen que algo puede ocurrir, es más probable que ocurra.

Estas dinámicas de voto afectan particularmente a los partidos nuevos: los resultados de cada convocatoria electoral son un examen que tiene profundos efectos sobre las siguientes. De hecho, Podemos creció vertiginosamente en las encuestas posteriores a las Elecciones Europeas de 2014, en las que obtuvo un sorprendente 8 % de los votos. Algunos sondeos llegaron a aupar al partido en el 30 %, por delante de PP y PSOE. Posteriormente, los comicios de mayo relativizaron algo este ascenso.

Pero Cataluña ha sido un desastre sin paliativos: once escaños (dos menos que los que obtuvo en 2012 Iniciativa per Catalunya en solitario), muy por detrás del PSC, y empatados con un PP en horas bajísimas. Menos del 10 % de los votos. Un resultado malo y que, además, está muy por debajo de lo que auguraban las encuestas más pesimistas (alguna de las más optimistas llegó a pronosticar, hace ya unos cuantos meses, más de 30 escaños para Podemos).

El invento urdido por Podemos e Iniciativa, CSQEP (Cataluña Sí Que Es Pot. O, como propuso un ingenioso tuitero valenciano en referencia al hiperliderazgo de Iglesias, «Claro que Sí Que Es Pablo»), claramente no ha funcionado. Ni en su liderazgo, ni en los resultados obtenidos. Unos resultados que alejan muchísimo a Podemos de su supuesto objetivo de máximos en las próximas Elecciones Generales (alcanzar la presidencia del Gobierno o, como mínimo, superar en votos al PSOE), y que ponen en duda la estrategia de la confluencia de Podemos con diversas fuerzas progresistas de ámbito local. Más concretamente: ¿qué interés puede tener Compromís en confluir con Podemos, si Podemos cada vez parece menos una alternativa al PSOE, y más una alternativa a Izquierda Unida?

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