La semana pasada asistí en Valencia a una mesa redonda sobre la situación de la justicia. Se celebraba en la sede de La Nau de la Universitat y era la primera de las actividades de la celebración del Centenario del Colegio San Juan de Ribera, a quien tanto debemos. La había organizado un antiguo colegial, Vicente Carbonell, que preside el Colegio de Registradores de España, y reunía a prestigiosos juristas, como Viguer, el decano de los jueces valencianos, Luis María Gómez o Joaquín Sarrión, profesores de la Facultad de Derecho. Cuando la filosofía se entrega con demasiada frecuencia a un delirio a la medida de talentos juveniles desorientados, escuchar un discurso conceptualmente solvente y riguroso, capaz de volcarse hacia la realidad y producir cierto orden, constituye un verdadero goce. Hoy por hoy, uno tiene más probabilidades de tener esa experiencia escuchando a juristas, sobre todo si estos son de calidad.

Y lo eran los reunidos en esa mesa. Sobrios, precisos, dotados de esa mirada que procede de un orden sistemático, cuando uno escucha a un buen jurista ve su mente trabajar como ruedas dentadas de un reloj de precisión. Le sucede algo parecido a cuando un buen médico te explica la enfermedad. Conforme avanza su explicación, tu imaginación funciona como si fuera un rayo X y al final ves el cuerpo enfermo aunque no quieras. Y sin embargo, hubo una marea blanca, pero no una marea que reivindique la reforma de la Administración de Justicia. Como todo lo difícil y complejo, el mundo de la justicia no es lo popular que debería y no está en el centro de las inquietudes reformistas que el país necesita. Pero todo lo que tiene que ver con la justicia concierne al corazón mismo de una civilización, y por eso lo que caracteriza este mundo permite describir con mucha precisión el grado de madurez y de calidad de una sociedad entera. En ningún otro elemento se deja ver su historia de forma tan eficaz y constituye una muestra muy sintomática del estilo psíquico de una población.

Cuando establecemos una comparación sistemática entre el estado de la justicia en España y en Europa nos damos cuenta de que somos un país que no puede seguir como está. Ahí obtenemos importantes muestras de nuestro atraso respecto de Europa, y de las importantes tareas de reforma que quedarán pendientes para los gobernantes de las próximas décadas. Ésta de la justicia es tan importante como la de la educación y como la del sistema productivo, y debería ser tan exigida por la ciudadanía como la que más. Todas juntas nos muestran que España no sólo se ha sentido satisfecha demasiado pronto, sino que nuestros políticos han sido perezosos y culpables por no liderar una adecuada transformación del país y no hacer una agenda de reformas necesarias. La influencia que tiene la justicia sobre la vida cotidiana es tan alta como la de las otras administraciones mencionadas y sin embargo los partidos de izquierda parecen insensibles a ella. Y es un error. Porque el derecho es lo que nos diferencia de la barbarie, y un derecho menos ordenado suele acompañarse de una barbarie más probable.

Lo primero que sorprende al que compara la justicia en España y en Europa, sobre todo con Alemania, no es que ellos tengan más jueces por habitante que nosotros y que para ponernos a su altura deberíamos al menos duplicar su cifra. Esto ya lo dábamos por supuesto. Lo más sorprendente es que la litigiosidad, la inclinación de la población a recurrir a la justicia, es tres veces más alta en España que en Alemania. Esto significa que aunque Alemania tiene más habitantes que España y el doble de jueces, éstos tienen menos casos que atender que los jueces españoles. Deberíamos reflexionar sobre este hecho. Pues aquí tenemos un retrato del nivel civilizatorio y del estilo del español medio, que recurre a la justicia con fruición. Mientras escuchaba a Viguer hablar de esto no dejaba de recordar un pasaje de Melanchthon, el sobrio amigo de Lutero, en su célebre libro De loci commnuni, la sistematización del pensamiento reformado, escrito poco después de la persecución decretada tras Worms por el emperador Carlos. En un pasaje, hablando de las leyes, Melanchthon dice taxativamente que el cristiano no recurre a la justicia, no litiga o denuncia. Me pregunto si tiene algo que ver esta consigna de la Reforma con el hecho de que Alemania tenga una litigiosidad tan baja y España, un país que durante mucho tiempo confundió la ortodoxia con la sentencia de un tribunal, la tenga tan alta. Lo que quería decir Melanchthon, siguiendo las sugerencias de Lutero, era que los problemas de los cristianos debían resolverse en el seno de la comunidad eclesial, sin recurrir a la ley civil, expresamente diseñada para los malos, para contener el mal. Por tanto, la piedad y la buena disposición al próximo se demostraban por la carencia de necesidad de recurrir. Aquí no sabríamos pasar sin la acusación particular, la última huella de un sistema de censura jurídica centralizada como era la Inquisición, en la que estaba permitida la denuncia anónima.

Vemos que muchos estratos históricos se transparentan cuando ponemos la lupa en la Administración de la Justicia. Como el hecho de que España nunca „y digo bien, nunca„ se haya creído la división de poderes. Al menos podemos decir esto de la Administración de justicia. No puede ser que la justicia malviva en una dependencia económica del poder ejecutivo, lo que avergüenza a cualquier país moderno. Es inadmisible que se dedique a la Justicia el 1 % de los recursos del presupuesto, 5 euros por habitante, frente a los 6.5 de la media europea. Resulta vergonzoso que se tarde en pagar a proveedores varios meses, pero no lo es menos que el tiempo medio de respuesta de un proceso en Europa sea de 120 días y en España lo sea de un año. Sin embargo, el Gobierno central hace un plan de pago a proveedores, pero no tiene ninguna medida prevista para rebajar ese plazo de espera para pronunciar sentencia, lo que en cierto modo tiene también repercusiones decisivas desde el punto de vista económico.

Y tanto que las tiene. La Administración de justicia tiene que ver procesos que afectan a más de 40.000 millones de euros. Esto significa que tiene una relevancia económica de primera magnitud. Por fianzas, cantidades retenidas, decisiones de pertenencia justa, pagos que se ordenarán, seguros que se diligenciarán, indemnizaciones a materializar, etcétera, esa inmensa cantidad de dinero depende de la justicia. Una sentencia rápida dinamiza ese dinero, lo libera, lo pone en circulación, lo inyecta en la economía. Si se tarda tanto tiempo en pronunciar la sentencia, el sistema de justicia se convierte en una fabulosa fábrica de amortización, con los efectos desastrosos que esto tiene. Lo más sorprendente es que la Administración de Hacienda tiene una financiación de más del triple que la de Justicia, siendo así que la mayoría de sus actuaciones van a parar a los tribunales. Desde un punto sistémico, el déficit presupuestario de la Justicia constituye un embudo para la racionalización del Estado. Por no hablar del sencillo hecho de que así se reduce de forma drástica la eficacia de la lucha contra la corrupción, algo que concede tiempo extra a los agentes principales de la misma, los partidos políticos.

Sirva esto para defender lo fundamental: la reforma de la Justicia debe entrar en la agenda de las demandas ciudadanas. Esto es progresista, democrático, civil y popular, porque afecta a la vida de la gente. No basta quedarse en la ley contra los desahucios. Es preciso exigir a gritos la reforma de la Ley de enjuiciamiento, todavía del siglo XIX, como es preciso denunciar el nombramiento del fiscal por el poder Ejecutivo. En realidad, es preciso denunciar con fuerza que el Ejecutivo aspire a controlar la Justicia y no a modernizarla. Para ello no basta dirigirla contra los grupos criminales organizados, lo único en lo que se ha avanzado; no basta con aumentar y configurar nuevas formas de conductas penalizables. Es preciso dar eficacia a un sistema que no tiene un programa informático común en toda España, frente al de Hacienda, por ejemplo. Y es preciso, como dijo Sarrión, que el Tribunal Constitucional se defina de una manera adecuada a la doctrina de Estrasburgo respecto de la prevalencia de la legislación europea sobre la española, incluida aquella que tiene respaldo constitucional.

En fin, si los partidos que actualmente se disputan el liderazgo de las próximas décadas de la política española quieren ser persuasivos y convincentes, deben incluir en su agenda la cuestión de la justicia y ofrecer planes precisos de su mejora. Sin duda, aquí, como en la Administración de salud y en la de Educación, tienen que vérselas con profesionales cualificados cuyos puntos de vista tienen que atender en un diálogo franco, sincero y constructivo. Pero lo que no sería de recibo es que se comportasen como el PP, que sólo se le ha ocurrido valerse de su mayoría absoluta para subir las tasas de forma indiscriminada. Eso ha sido irresponsable, y denota un estrato histórico en el que el PP parece instalado desde siempre: que el poder ejecutivo es el dueño de la justicia, el señor de los jueces a los que puede seguir administrando, como en los tiempos en que se levantaron los partidos judiciales.

Pero aquella noche, tan feliz desde el punto de vista cívico e intelectual, ocurrió una desgracia que pesa sobre el ánimo del más del centenar de asistentes al acto. En la cena que siguió, Fernando Cervera Torrejón, catedrático emérito de Derecho Financiero de la Universitat de València, sufrió un derrame cerebral. Un día después fallecía. Desde cierto punto de vista, la muerte lo visitó con el respeto que debe a los mejores. Fueron los últimos actos de su vida: escuchar a colegas juristas sobre el futuro de su profesión y cenar con los compañeros del Colegio. Aunque no tuve el privilegio de conocerlo tanto como sus amigos más cercanos, como Joaquin Azagra, deseo dedicar este artículo a su memoria. Que descanse como vivió, en paz.