Parece que tendremos un otoño inusualmente cálido; que transitaremos el entretiempo desmangados y malhumorados; que acabaremos el año con el pellejo escaldado y los pies en salmuera. No es fácil resignarse a un otoño caluroso después de una canícula vietnamita. En verano se resigna uno porque la sensación de bochorno es propia de la estación, y tanta fuerza tiene la costumbre que incluso hay optimistas incorregibles que se alegran de tener vacaciones en pleno verano, estupidez solamente comparable a la de quienes brincan de contento por haberse jubilado superados los trece lustros. En otoño la cosa cambia. No hay hábito de calor en otoño por estos pagos, ni optimismo que ayude a resistirlo, así que resignarse cuesta lo mismo que aceptar un retraso en la fecha de jubilación.

El frío conserva los cuerpos y el calor los corrompe. Y del calor no hay escape, a no ser que pague uno alcabala de mucosas en el mostrador del aire acondicionado. Se prefiere, por tanto, el frío con trabajo como se prefiere la juventud sin jubilación. Las vacaciones en verano resultan igual de humillantes que la retirada senil: ofrece uno la dramática estampa de intentar divertirse contra los elementos. Así que lo mejor, en verano, es no hacer nada, o inventarse mucho en el poco de cada día; gozar la sombra en aquella hiperactiva inactividad que no dejaba tiempo al filósofo para ser agasajado por el mismísimo Alejandro.

Uno se ha propuesto emprender, cuando llegue a viejo, la tarea de apoyar el respaldo en la pared y destapar los mil matices de la vida cotidiana. La realidad personal e inmediata no mueve la economía, pero uno la prefiere al incendio epidérmico, el polvo bucal y el descalabro anatómico de las realidades capciosas de la industria del ocio. Allá el Imserso con su arrastre de collares y maletas. A la porra el verano y sus espejismos. Habremos de resignarnos al veranillo postveraniego. No sería decente quejarse del calor otoñal teniendo a la vista las alambradas húngaras o la poca vergüenza de la falsa unión europea.