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Cabezas sometidas

Recuerdo el tiempo en que la consulta del médico, la sala donde espera la gente su turno para ser atendida, era un guirigay de verbena. Recuerdo una vez que el médico tuvo que salir, mirando a los enfermos por encima de sus gafas de presbicia, y pedir por favor un poquito de silencio porque dentro era muy molesto el zumbido de las conversaciones. Y funcionaba. La gente enmudecía al instante, pillada en un requiebro como se pilla a un chiquillo haciendo travesuras. Pero a los pocos minutos el gallinero volvía a revivir. Como saben, eso es historia. Vayas donde vayas reina un silencio de cementerio, quizá roto a veces por una risita, acompañada de una mueca loca, de alguien ensimismado con la cabeza gacha mirando la pantalla de su móvil. Así está la mayoría, muda, mirando la pantalla azulada de su teléfono celular. A la consulta de los médicos de cabecera aún no han llegado las pantallas, pero en los medianos y grandes hospitales no hay rincón que no tenga su enorme pantalla. Lo curioso es que son trastos absurdos porque no sirven para dar información fiable, así que la gente mira la pantalla por si aparece su nombre pero pendiente de la megafonía de barraca por si te llaman y no te enteras. Las pantallas que pululan por los hospitales son pantallas informativas, no para ver a Ana Rosa Quintana. Pero siempre me he preguntado qué empresas, y qué políticos, se lo han llevado crudo con las concesiones de semejante truño plantado en las paredes. En la misma línea de agarra el dinero y corre meto a las otras pantallas, estas sí de televisión pura y dura. Tan dura como limpiarte el bolsillo si quieres ver un informativo o tu serie favorita o tu tertulia, sabiendo, como todos sabemos, que el aparato no funciona si no es alimentándolo con monedas. Menudo negocio.

Pantallas abductoras. La otra cara de la moneda, palabra que encaja aquí de maravilla, es que compartas tu enfermedad, es decir, habitación, con criaturas cuyos gustos televisivos no sólo no son los tuyos sino que están en la otra parte del mundo. El castigo es de una perversión refinada. También puede ocurrir que haya un enfermo, y su cohorte de familiares, que se hacen dueños de la tele, y entonces estás perdido. Ni lo intentes. Antes de que se agote el tiempo ya tiene alguien en la mano otro chorro de monedas para echar la tarde, la noche, y hasta la teletienda. Lo he visto, nadie me lo ha contado. Cuando pasa esto te dices, hala, me centro en otras cosas. Imposible. La tele está pensada para que no dejes de mirarla, para que no puedas dejar de mirarla. Las pantallas están pensadas para que no puedas dejar de mirarlas. Y te ves mirando las espantadas de Terelu del plató, ofendida esta vez por algo que le ha dicho Kiko Hernández. Cuando he ido a mi dentista sé que en la minúscula salita de espera hay una tele siempre encendida. No hay mando a mano. Sólo está encendida. Nadie puede desconectarla, nadie puede cambiar de canal, nadie puede subir o bajar el volumen. Y todos la miran. Echen lo que echen. Un día toca el matinal de Canal Sur que presenta Fernando de la Guardia, donde se mezcla denuncia ciudadana con caridad televisiva al estilo del Entre todos de Toñi Moreno para La 1, otro día La ruleta de la suerte y un Jorge Fernández desmelenado que baila como Miquel Iceta, mal, pero con muchas ganas, y otro, alguna ración de los cerebros plastificados de Mujeres y hombres y viceversa con los que Emma García se gana la vida, pobre. He dicho que todos miran a la tele. No es así. Todos la miran de soslayo, de refilón, sólo cuando levantan la cabeza de su propia pantalla, la del móvil, la que de verdad subyuga, domina y abduce.

Invasión de imbéciles. Visto así vivimos en una sociedad de cabezas gachas, de testas sometidas. Mucha gente camina por la calle no mirando al frente sino mirando al móvil, es decir, rendido, como el que capitula y se entrega, como el que claudica y manifiesta su sumisión. Es el ideal. Una sociedad enganchada al móvil es una sociedad que mantiene su cabeza en posición entregada, servil, gacha, en estado de acatamiento permanente. Se ha conseguido. Y sin mucho esfuerzo. Se ha puesto en circulación una herramienta magnífica que a su vez lleva el veneno dentro. Y por eso vemos a piaras de jóvenes y no tanto sentados en los parques con sus cabecitas domadas y sus ágiles deditos enviando comunicación basura, viendo vídeos de gatitos, reverenciando a cursis cantantes, consumiendo mensajes que agrandan la brecha entre su satisfecha ignorancia y su capacidad ciudadana. Viene muy bien ahora traer aquí a Umberto Eco, al que ni siquiera hace falta leer para poder citar porque en cuanto abre la boca, teclea el ordenador, o publica algo, al segundo ya lo podemos tener en casa, como sabemos. El drama de Internet es que ha promovido al tonto del pueblo al nivel de portador de la verdad, dice el semiólogo italiano, y también «que las redes sociales han generado una invasión de imbéciles». Yo lo había pensado, y tal vez esté escrito en algún comentario, pero no es lo mismo que lo diga uno a que lo diga Umberto Eco, así que sí, lo traigo aquí, queda fino, y además estoy de acuerdo. Esto de los imbéciles consumiendo cosas de imbéciles en pantallas que te ponen imbécil si no levantas la cabeza de vez en cuando, es la técnica de Telecinco. Saca a gente «del pueblo» para que cuente sus cosas a «gente del pueblo», no a la élite ni a los críticos, dice con cinismo y tocándose el paquete Paolo Vasile. El batallón de imbéciles va por la calle, se sienta en las terrazas, está en el médico, o se repantinga en casa con la testuz bajada leyendo, mirando, tocando la pantalla, consumiendo basurilla, conformando la imagen de la desolación y la derrota de una sociedad sometida con sus cabezas gachas. Miguel Hernández cantó a los aceituneros altivos para que, bravos, se levantaran ante los señoritos. ¿Quién será el poeta hoy que escriba rimas que consigan que la gente se interese por la gente mirando a los ojos, no a la pantalla, y levantando la cabeza?

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