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Sentirse español

Empieza a apestar ya el asunto de sentirse o no español. Un acto de soberbia tonta. ¿Alguien es libre para sentirse, a voluntad, lo que es o no? El pensamiento es otra cosa, ahí caben todas las fantasías. Ya sé que el ejemplo es detestable, pues tampoco pertenecemos a la botánica, pero aunque un vegetal puede verse infeliz de ser amapola, cactus, rododendro, patata o lila (en el gusto no hay disputa), no por ello deja de serlo y sentirse. Además, hay muchas españas en España, y aunque alguna de ellas no guste siempre quedan otras en las que sentirse a gusto. En todo caso el que haya nacido, mamado y vivido en España está calado hasta cerca del hueso de sus culturas, historia, lenguaje fonético, escrito y gestual, y de sus pasiones, incluidos odios reflejos. Ser español puede hasta vivirse como coñazo (lo entiendo), pero el propio decirse uno que no se siente español es una españolada.

Diques muy agrietados. Tras la ola gigante de las europeas, y luego la de las municipales, que sin llegar a barrer el modelo ha llevado el agua del cambio a nivel no conocido desde 1977, y alojado nuevas especies en parlamentos, salones de sesiones y despachos, tenemos la ola independentista catalana. Si el objetivo es evitar que España regrese más de 5 siglos a sus antiguos reinos, las estrategias posibles frente a la siguiente ola gigante son básicamente dos: reforzar diques, como predica el PP, o cambiar su geometría, como anuncia el PSOE, reaprovechando de paso la fuerza de la primera ola (Podemos y Ciudadanos) para contrarrestar la segunda. Como ya se ha dicho aquí, la vieja consigna de Donoso Cortés (¿o Narváez?), «gobernar es resistir», fue innovada por Hans Magnus Enzensberger, cuando proclamó «gobernar es ganar tiempo». En principio la segunda estrategia parece más sabia.

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