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Pérdida de rumbo

La corrección fraterna del cardenal Antonio Cañizares por sus palabras sobre la crisis de los refugiados (y hasta sus disculpas), levantaron tal polvareda que ni siquiera se reparó en la parte juiciosa de sus temores: en efecto, en la procesión de dolor que forman los huidos de Siria y Afganistán, pueden infiltrarse algunos fanáticos muy animosos, de los que buscan un visado urgente para el país de las cincuenta huríes (por cabeza), pero esa advertencia es más propia de los servicios de inteligencia que de los prelados. Por cierto, se ha demostrado que había peligro, pero no, por ahora, del lado de los fugitivos, sino de los instalados: ese alemán que ha apuñalado a una candidata al ayuntamiento de Colonia partidaria de la solidaridad con los necesitados.

Antes, monseñor ya había estado poco afortunado con la escaramuza de las banderas y el Te Deum del 9 d´Octubre: la república puede y debe amparar a los católicos, pero sus pastores no pueden decidir como funcionará la república y sus ritos. Cañizares quizás se sienta inquieto por la pérdida de terreno de los conservadores, en quienes, al parecer, tenía puestas todas sus complacencias: mal hecho, en política no hay mal, ni bien, que cien años dure y el episcopado español „que no ha caído en los extremos xenófobos y antijudíos de algunos purpurados del Este„ quizás lo compruebe de un modo aleccionador. En la larga estela de complicidades entre el PP y los dirigentes católicos, quien más tiene que perder, pese a lo mucho que ganó, es la Iglesia.

Una iglesia es una comunidad de creyentes que, socialmente, necesita el aval de los incrédulos, es decir la tasa de credibilidad mínima para funcionar y moverse. Y aunque es grande la tentación de ampliar patrimonio con la inscripción de nuevos bienes de titularidad discutible, la exención del IBI en actividades lucrativas que no la merecen (residencias, explotaciones), la subvención a las escuelas católicas o el uso, a la vez sectario y muy productivo de la catedral-mezquita de Córdoba, una mínima claridad obliga a deslindar lo que es del césar y lo que es de Dios.

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