Las historias del hundimiento de la república de Weimar señalan un punto de inflexión de no retorno en un hecho singular. Fue una de las muchas trampas que Hitler lanzó sobre todo el que se cruzaba en su camino. Eran las elecciones de 1933 y muchas fuerzas ya estaban dando su apoyo a los nacionalsocialistas incluso desde el gobierno, como von Papen. Se hundía el partido del Centro y los demás partidos conservadores, incluidos los católicos, se diluían como un azucarillo. Sin embargo, las fuerzas de la industria y de la banca no se fiaban de Hitler y tampoco los hombres del Estado Mayor, con el círculo alrededor de Hindenburg a la cabeza, entre los que estaba Carl Schmitt. Entonces alguien tuvo una debilidad. Los directores del Deutsche Bank y del Dresdener Bank aceptaron una entrevista con Hitler, algo que el futuro dictador había solicitado varias veces sin éxito. Sin embargo, los banqueros pusieron una condición: que la entrevista no se hiciera pública. Hitler aceptó. La entrevista tuvo lugar y según algunos informes no fue excesivamente cordial.

La sorpresa fue mayúscula cuando, al salir de la reunión, los banqueros vieron en las portadas de los diarios de la tarde sus caras sonrientes estrechando la mano de Hitler. Allí estaban, los mayores financieros de Alemania amablemente reunidos con Diabolus, sonrientes, felices, confiados. Un fotógrafo oculto del partido nazi había hechos las fotos en las presentaciones y las había llevado de forma inmediata a los principales diarios. Los banqueros al parecer habían salido con la idea de no apoyar a Hitler. Tras las fotos, cualquier rectificación fue inútil. Desde ese día los Thyssen, los Krupp y los demás hicieron cola para entrevistarse con Hitler con las consecuencias que ya sabemos y que Visconti ilustró de forma magistral. Todo quedaba decidido. Las fuerzas económicas se rindieron. Hitler todavía tuvo que engañar a Hindenburg para ser nombrado canciller, y emprender ese camino tortuoso de golpes de Estado que de forma apresurada e infame se narra como un acceso democrático al poder.

Esta historia ahora no es relevante por Hitler, sino por la manera en que se desmoronan las cosas. La moraleja de la historia es que no se puede ocultar la relación de desconfianza y la desprotección respecto a los poderes políticos cuando estos se hunden. En el caso de Weimar, fue el propio poder democrático el que se disolvió por su incapacidad para administrar una situación conflictiva. Hoy no es esa la situación, pero la corrupción interna, la crisis y la situación catalana, la pérdida de horizontes como país, nos traen la noticia de un poder a la deriva. La consecuencia es la misma: la desconfianza se puede dosificar en sus apariencias, pero no ocultar. Tarde o temprano emerge, porque los procesos degenerativos siempre se dan en escalada. Y así vemos que, por mucho que los grandes empresarios hayan querido mantener en secreto su encuentro con Albert Rivera, todo se ha hecho público de inmediato, dejando bien claro que ya no se fían de Rajoy. Conservadores como son, los grandes empresarios han esperado a la última hora, hasta que el proceso político ya ha cristalizado por parte de la sociedad y por parte de la actual dirección del PP. Pero al final han dado el paso. Ya nadie confía en que el PP presida el próximo gobierno. Han reconocido que se fían más de Rivera que de Rajoy. Y se han citado de forma discreta en Barcelona. Un secreto a voces.

Los grandes empresarios han visto claro. Lo han hecho cuando, después de una semana infernal, todo lo que puede hacer Rajoy es reunir a sus ministros y varones para leerles un papel hueco y amenazante, lo último que debe hacer un político en estado de emergencia. Y todo para decir que ellos no ficharán a nadie para regenerarse, que es justo lo que deberían hacer con urgencia. Ahora sabemos lo importante: cuanto más intervenga Rajoy, peor lo tiene un PP, un partido hoy por hoy inane, muy por detrás del estado mental y moral de la sociedad española. Ya sucedió en Cataluña y dio la voz de alarma. Cuanto más iba por allá Rajoy, más votos perdía. No es sólo el presidente. La desconfianza crece cuando se mira el banquillo del PP, todos políticos grises y homocigóticos de Rajoy, o se ve la manera en cómo se han deshecho de su presidenta vasca, la ira con que el presidente de las Cortes se enfrentó al ministro de Asuntos Exteriores en el Congreso, los desahogos de Montoro, gravísimos e imposibles de ocultar, demoledores y atravesados por el hastío y la podredumbre.

Bastan estos fenómenos de la última semana para comprender los comentarios de los grandes empresarios, que han trascendido, sobre la esclerosis del PP. Las declaraciones del círculo íntimo de Rajoy, como la ministra Ana Pastor, confirman esas valoraciones. El tono plano de sus comentarios es aprendido, casi escolar. El veredicto final resulta ineludible: hoy el PP es un partido de poder, cuyo último objetivo es seguir gozando de él, al margen de su funcionalidad para el país. En esto, los grandes medios de comunicación, atribulados por lo inseguro de la situación, y las dificultades de entrever la configuración del próximo gobierno, no pueden dejar de participar en la batalla. ¿Cómo? Como sea. Incluso cocinando encuestas que dicen lo que ellos querrían que dijesen. La aspiración de omnipotencia es la más infantil de nuestras pulsiones y aumenta de forma proporcional al poder que se tiene. Así que Metroscopia monta un cuadro enorme de estadísticas y curvas que vienen a concluir, fíjense usted, que la opción preferida de los españoles es sencillamente un gobierno de coalición entre Susana Díaz y Ciudadanos. No entre Pedro Sánchez y Rivera, no. Entre Susana Díaz y Ciudadanos. ¿Un azar que Susana Díaz se ausente de la votación de la confirmación de las listas del Madrid porque Irene Lozano criticó con dureza la corrupción del socialismo andaluz? ¿Un azar que Felipe González se una al coro de los que exigen que Lozano pida perdón por sus declaraciones contra la organización andaluza?

Esto muestra cómo una parte del PSOE se parece al PP en esclerosis. Lozano no ha hecho bien las cosas, desde luego. Pero desde que le ofrecieron entrar en las listas del PSOE de Madrid a la comandante Zaida Cantera „de la que nadie ha dicho ni pío„ se sabía que Irene Lozano iría detrás. Lozano debía haber abandonado UPyD en el momento álgido de su enfrentamiento con Rosa Díez, o después de la derrota, cuando comprobó que no tenía chance de trabajar en ese partido, y no un minuto antes de entrar en la lista electoral socialista. Pero curiosamente nadie del PSOE le ha hecho esta crítica sensata. Lo intolerable para la gente que se opone a Pedro Sánchez de un modo que él no está en condiciones de imaginar, es que criticara a una organización corrupta hasta la médula como la andaluza. Le han exigido que pida perdón por las críticas que vertió contra esa organización, que se retracte por los comentarios y censuras realizados, a pesar de que toda la ciudadanía decente de este país los comparte. Esa gente no sólo no pide perdón por lo que es un vicio institucional general, manifiesto y público, sino que exige el peaje de que alguien que desea ir con ellos en una lista electoral se auto-declare mentirosa e infame («no debía creer lo que decía», dijo con su inefable mala uva Felipe González).

Sánchez dijo lo correcto al afirmar, frente a esta gente antigua y de cierto cariz autoritario, que el partido no es una propiedad de sus militantes, sino de todos los socialistas de dentro y de fuera del partido. Eso suena mejor. La diferente entre el PP y el PSOE reside ahí: en que mientras que en el PP nadie sabe cómo cambiar un ápice del guion, en el PSOE al menos alguien quiere hacerlo, aunque la vieja guardia esté dispuesta a ponerle zancadillas desde el castillo de Triana y sus aledaños madrileños. Pero si un político tiene que pedir perdón por ser sincero, entonces se le está exigiendo que corrompa su alma para formar parte de una institución política. Si se integra a Lozano es por un valor: el de la sinceridad y la franqueza con que habló en su día. ¿Cuál si no sería su capital para integrarla si tiene que pedir perdón por ello? Hace bien en declarar que no lo hará. Si lo hiciera, no valdría nada.

Pero lo mejor de la semana, ya plenamente preelectoral, no es que González sea tan inútil al PSOE como Aznar al PP. Lo mejor ha estado en la noche del domingo. Se trató de la conversación de Jordi Évole con Albert Rivera y Pablo Iglesias en la Sexta. Y ha sido un gran momento político por varios motivos. Primero porque un medio de comunicación aspira de verdad a un cambio generacional en nuestro sistema político, y presenta a dos jóvenes que no tienen hipotecas ni tutelas de los gurús políticos gastados que dominaron la escena de los 80 y 90. Segundo porque hemos visto al mejor Pablo Iglesias y al mejor Albert Rivera. Estaban el uno enfrente del otro y sabían que tenían que medirse en todo su perfil, identificarse como dos opciones nítidas, distintas, enfrentadas, dos ideas que ocupan todo el arco político y que pueden expresarse sin miedo ni excusas, sin mirar continuamente de reojo a los cadáveres de los propios armarios. Dos políticos libres y sinceros. Ignoro cuántos vieron el programa. Pero no cabe duda de que rezumó un nuevo estilo, una nueva retórica, una nueva libertad, una capacidad de hablar de los problemas de la calle, de tener dos modelos de país y de ciudadanía, encarnados en dos jóvenes con inteligencia, desparpajo, flexibilidad y ánimo.

Pero ha sido un programa importante porque, además y tercero, hubo convergencia en varias propuestas de una reforma institucional para este país, que será más o menos intensa, más o menos profunda, según gobierne uno u otro, pero que en todo caso nos permitirá ir a mejor. Ese diálogo fue un símbolo de otros que pueden venir y será recibido con alivio por todos los españoles. Sin duda que frente a ellos, Rajoy no tiene nada que ofrecer, excepto eso que él llama experiencia y los españoles llamamos una práctica de poder inercial, servil, corrupta y sin imaginación. La buena noticia es que Pedro Sánchez tendrá que trabajar con sus compañeros de generación. Esa es su mayor baza y su mayor fuerza. Porque con Rivera e Iglesias, ni González ni su ahijada Susana tienen nada que hacer. Cuanto antes lo entienda el PSOE, antes se colocará en el sitio adecuado y pasará una página definitiva de su historia.