Las redes sociales anidan mucha envidia. Pienso que si Internet corporizara un órgano humano, ése sería el hígado. El mundo digital escupe abundantes dosis de bilis. Así lo creo y reafirmo a cuento de las despiadadas críticas a la imagen de mi ídolo Camilo Sesto. Su cara angelical y sin arrugas devino recientemente en trending topic, o sea, chascarrillo virtual, despelleje gratuito, envidia cochina. Que si abusa del botox, que si en verdad estrena careto, que se ha metamorfoseado en su propio y logrado muñeco de cera€ El asunto: linchar, fisgar y vilipendiar sin más.

Silencian, por ejemplo, su reciente exitoso concierto ante 12.000 chilenos. No son pocos quienes ignoran el ingente legado artístico de mi Camilo: autor de un sinfín de canciones patrimonio del imaginario colectivo, este mito transgresor marcó un estilo contracorriente, sobremanera en Jesucristo Superstar, un musical que indignó a los puristas acusándolo de irreverente, siendo, otra vez más, perseguido y atacado furibundamente. A buen seguro que los autores de esas mofas virtuales ignoran la impecable trayectoria de este hombre tan deliciosamente extravagante. ¡Atrevidos indoctos! ¡Catetos!

Ahora, operado o no, caricaturizan el semblante de un artista incuestionable, escondidos en el cobarde anonimato, sin que sepamos si existe concordancia entre su fealdad moral y estética. Siento pesar por este escarnio de patio de vecinas. Lo deforme, lo grotesco, invade la Red. Quizá, además de oxigenar sus neuronas, esos hostigadores deberían mirarse en su propio espejo. ¿O es que los internautas somos hermosos por defecto? A más de uno le vendría el botox como miel sobre hojuelas. Puestos a juzgar los cánones de belleza, ¿por qué no practicarlos consigo mismo? Luego dirán de la tiranía del cuerpo, las modas y blablablá. El problema no es el rostro de Camilo, sino la jeta de tantos chungos asediadores.