El curioseo no es lo mismo que la curiosidad del mismo modo que el famoseo y la fama son cosas distintas. Curiosear aparatosa y torpemente resulta indiscreto y hasta insano. La gente ahora dispara a todo lo que se mueve, mete las narices en cualquier lugar le inviten a ello o no, lo mismo fotografía un paso de cebra que un filete con patatas fritas en cualquier restaurante. Quiere levantar acta de todo lo que sucede para el chafardeo incansable de los wasaps y las redes sociales. El fenómeno se ha convertido en una auténtica lata. Mostrar curiosidad, en cambio, por las cosas que la merecen es un ejercicio de inteligencia. No hay, por tanto, que confundir lo uno con lo otro.
La librería Lello e Irmão, de Oporto, la más bella de cuantas existen, según Vila-Matas, ha decidido restringir el curioseo turístico organizado cobrando la entrada a tres euros. Los visitantes son centenares, la mayoría no compra libros, sólo hace fotos, y se han convertido en una verdadera plaga.
Antes de tomar esa medida, Lello intentó por todos los medios frenar la avalancha de curiosos indiscretos y molestos, advirtiendo hasta desgañitarse los empleados la prohibición de hacer fotos en el interior del edificio de la Rua das Carmelitas. Más tarde acotó una hora madrugadora para los visitantes empeñados en fotografiar el establecimiento que inspiró Hogwarts en la saga de Harry Potter. Hasta ese momento la fama de Lello no había trascendido hasta el punto de convertirse en una pesadilla para los habituales de la librería y los propios libreros. De hecho, aún recuerdo alguna que otra tarde en soledad rebuscando por las estanterías libros de Eugénio de Andrade e intercambiando impresiones con el dueño y los empleados.
En Lello, no hace aún demasiado, una señora atrapada en la vorágine me preguntó cómo se llamaba la librería donde estábamos. Así se explica el curioseo despreocupado y desocupado: en no saber dónde se está ni por qué motivo.
