La esencia de internet es Google, sociedad con ánimo de lucro que monopoliza el conocimiento universal. El antiguo motor de búsqueda, hoy cerebro colectivo de propiedad privada, ha transformado la oportunidad de revisar todos los datos en la obligación de revisar todos los datos. En los tiempos heroicos, escribíamos «el director sueco Ingmar Bergman» sin preservativo. Hoy no puedo teclear este nombre sin pensar que tal vez sea noruego. O finlandés, por poner un caso extremo. La red nos ayuda a saber lo que no sabemos, y a no saber lo que sabemos.
Estamos menospreciando nuestras limitadas capacidades, so pretexto de externalizarlas. La inseguridad no se limita al conocimiento textual. Una fotografía no nos recuerda al ser querido, sino que entregamos esta memoria a la foto, con el riesgo inevitable de olvido en caso de extravío. Si necesito mirarlo para poseerlo, deja de pertenecerme en cuanto retiro los ojos. En paralelo, cuando leemos ya no sentimos la necesidad de retener, dada la eterna disposición del texto al alcance de la mano. Pasamos por encima de la realidad, omitimos la función de archivo que configura nuestra mente. La obviedad de que educación es lo que queda cuando hemos olvidado lo que nos han enseñado, adquiere una potencia radical. Lo hemos olvidado todo, porque nadie puede enseñarnos nada.
Solo los ingenuos convencidos de que Twitter es una ONG, pensaban que internet nos haría más felices. Sin embargo, el contrato exigía que reforzara nuestra inteligencia. De momento, pagamos el precio de una pérdida de confianza en los conocimientos propios. Nos embarga la ansiedad de la confirmación, la condena a consulta perpetua. La vida es un acto vicario donde no asombra tanto la esterilidad del saber propio, como el obstáculo que supone para rellenar el cerebro con el escalafón de Google. El coeficiente de inteligencia es un estorbo para el progreso de la humanidad. Será sustituido por el más operativo coeficiente de ignorancia, que predispone a su dueño para pensar por prótesis interpuesta.
