Un país serio escucha a sus mejores hombres. España está a mitad de camino en estas cosas. Hay suficiente criterio para premiar y reconocer a hombres como Emilio Lledó por la trayectoria de toda una vida, pero no el bastante para hacerles caso. Es posible que lo primero tenga que ver con la libertad de acción propia de la Jefatura del Estado „que hoy por hoy demuestra tener a sus espaldas el staff institucional más sensible de España„ y lo segundo, con los intereses ideológicos de este Gobierno, alicortos y miopes. Pero el caso es que reconocemos a personalidades imprescindibles, a la vez que impulsamos una política cuyo efecto impide que volvamos a tenerlas. Esta hipocresía constituye una de esas mentiras que las sociedades acaban pagando.

Otro premio Príncipe de Asturias, Antonio Muñoz Molina, escribía el domingo con toda crudeza, pero con tino, en un artículo titulado Tierra quemada, que dejar a una población en la brutalidad y la incultura es el propósito firme de las elites políticas de este país. Luego describía una serie de medidas políticas que certifican esta intención. Por poner un ejemplo, ya que el domingo pasado se celebró el día de las Bibliotecas, los poderes públicos han acabado por abandonarlas. Otro ejemplo: el legado de Cajal yace amontonado en un almacén, sin inventario ni cuidado. Todavía recuerdo las fotos de la exposición «100 años de Ciencia en España», en la Residencia de Estudiantes, en la que se expuso parte de ese legado, incluidas primorosas reconstrucciones del tejido neuronal, dibujadas a plumilla con vivos colores, realizadas por el propio Cajal. Cuando pasaron las fotos de rigor, todo lo echaron a la basura. La misma mentira, la misma instrumentalización, la misma incuria. Lledó ha dicho: «Lo terrible es que un ignorante con poder determine nuestras vidas». Es una frase dura, pero cierta.

En mi opinión, esta conducta es consecuencia de una creencia asentada en la mentalidad de los estratos dirigentes de nuestro país: para ellos, la inmensa mayoría de nuestra gente vegeta en la más palmaria barbarie y así deben seguir. Recuerdo una vez, cuando dirigía la Biblioteca Valenciana, que me llamaron de FAES para dar una conferencia. Sería el año 2000. Presidió la sesión Esperanza Aguirre. Es la única vez que he hablado con ella. Mi conferencia se llamaba Bibliotecas públicas: por una democratización de la cultura, y defendía las bibliotecas como el servicio público más visitado por la población, solo por detrás del Servicio de Salud. Argumentaba que las bibliotecas impulsaban la democratización no sólo porque ofrecían bienes culturales gratuitos a quienes no podían pagarlos; también porque permitían que sobreviviera una cultura heterogénea, compleja, plural, pues permitía que el público descubriera otros valores y autores, al tener una relación con la cultura mediada por especialistas dotados de una capacidad de orientación y consejo más certera que la obtusa homogeneidad de los bestseller y los expositores de los grandes almacenes. Defendía que las bibliotecas se abrieran a ofrecer películas, óperas grabadas y que los bibliotecarios funcionaran como aquello que Ortega ya preveía, ordenadores de la información. La respuesta de Aguirre fue muy sintomática. «¿Pero usted cree que al pueblo le gusta la ópera?».

Ese desprecio es el que hay detrás de la política que denuncia Muñoz Molina. Se trata de un desprecio profético. Dejad que los brutos se embrutezcan, parecen decir. Es una imagen de país hecho a su medida, para que ellos se vean como los únicos dignos de gobernarlo. Pero España no es ese país. El que ellos tienen en la cabeza es aquel al que les gustaría hacernos regresar, uno previo a la democratización de la enseñanza de los años 70 y los 80. Esa lucha es la fundamental. Si la perdemos, tendremos un país en el que la escuela sea sólo el cuartel de reserva de un ejército de parados, en el que los profesores sean degradados a agentes de orden público, en el que los universitarios sean vistos como un derroche y un lujo, y en el que las posiciones superiores de educación se alcancen mediante inversiones que sólo puedan pagar unos pocos. La democratización de la educación que se inició en este país en los años 70 sería el pago debido por una dictadura ilegítima para hacerse consentir. Su democracia ya no necesita esa compensación.

Así las cosas, sorprende que el coordinador económico de Ciudadanos, Luis Garicano, nos ofrezca un relato tan estrecho de los cambios que necesita la educación en España. Tras algunos lugares comunes, Garicano pasa de puntillas por el asunto del fracaso escolar y de sus condicionamientos sociales, y deja caer esta frase: «Finalmente, faltan mecanismos que adapten lo que se aprende a las necesidades que el mercado de trabajo pide. El resultado es paro y subempleo». ¿Ignora Garicano que frases como esta han sido las coartadas oficiales para las continuas reformas educativas? Quizá este tipo de falacias impida que se logre lo que el propio Garicano pide, un consenso en la política educativa.

Pues en efecto, ¿qué pide el mercado de trabajo? Hoy una cosa, mañana otra, pasado mañana otra distinta. Y todo a un ritmo de cambio cada vez más acelerado. A ese proceso, los legisladores han pretendido hacerle frente mediante cambios legislativos continuos, que han desestabilizado currículos, prácticas educativas, valores comunes, respetos asentados, técnicas y argumentaciones milenarias. Pues el mercado no solo se mueve a una velocidad increíble, sino que no todos se posicionan en él desde los mismos intereses respecto de estos cambios, ni todos los ven igual, ni hay consenso acerca del conjunto de capacidades que se requieren para entrar en él de forma exitosa. Y no solo esto. Es que, además, el mercado depende de factores económicos propios del sistema productivo. Ya sabemos la escasa capacidad que tiene el mercado español de generar puestos y salarios adecuados a los que en Europa corresponden a los jóvenes formados. Si esa es la motivación, es fácil que los jóvenes se desentiendan. Durante un tiempo reciente, que ha durado casi una década, el mercado en España ya dijo exactamente la cualificación que demandaba a los jóvenes que estaban en el sistema educativo: la necesaria para ser albañil.

No habrá consenso acerca del sistema educativo mientras la finalidad se ponga en atender las exigencias del mercado de trabajo. Es preciso que esto lo sepa la nueva derecha de Ciudadanos desde el principio. Ese no es el camino. Si eso fuera así, deberíamos dejar sin educación al 50 % de jóvenes a los que el mercado de trabajo no les da nada, y con muy poca al resto de jóvenes a los que el mercado les ofrece trabajos al borde de la explotación. Ese mercado de trabajo no puede condicionar el sistema educativo. Es preciso que éste tenga una finalidad interna propia, educativa. No podemos alcanzar un consenso sobre el sistema educativo si éste se entiende como un instrumento para otros. Si es así, sabemos que cada uno tendrá sus intereses en la primera línea de la conversación. Si se busca de verdad un consenso para el sistema educativo, se tiene que identificar una meta interna al mismo, una meta educativa propiamente dicha. De otro modo no atendemos un derecho fundamental de lo humano en nosotros, sino sencillamente un interés cambiante y estrecho de ciertos agentes sociales. Ningún sistema educativo estará bien ordenado si no asume como meta el singular humano mismo al que tiene que educar.

Esto significa con toda claridad identificar los rasgos formales del tipo humano que el sistema educativo debe promover. El mercado de trabajo es una de las esferas de acción social. Pero no es la única. Nuestro país tiene todavía problemas en la convivencia familiar, en las relaciones entre sexos, en la tolerancia con el diferente, en las capacidades creativas, críticas y culturales de la gente (como se ve en lo grotesco de sus programas de mayor audiencia, en el mantenimiento de prácticas bárbaras, en el trato a los animales); tiene problemas en el ámbito económico, en la prácticas científicas, en el ámbito religioso y moral, en la conciencia política y estética. No solo tenemos problemas en el mercado laboral. No se puede poner todo el peso educativo en una esfera de acción social y dejar en la barbarie las demás. Nuestros nacionales tienen derecho a que el Estado les ofrezca una educación de calidad que les permita vivir como seres humanos conscientes y reflexivos, tolerantes y flexibles, creativos y sinceros, informados y abiertos. Sólo estos tipos humanos, cuando entran en el mercado laboral, tienen éxito. Esto lo determina su capacidad general de hacer experiencias, no su adaptación mecánica a priori. Y ya que nuestra sociedad no ofrece suficientes trabajos de calidad a nuestros jóvenes, al menos el Estado debe darles una educación tal que les permita abrirse camino en otras sociedades más justas y avanzadas.

Las cosas no suceden por azar. Si en estos treinta años largos de democracia no se ha logrado un consenso acerca del sistema educativo, ello se debe a que el modo en que se ha buscado ha generado un imposible. Si se deja todo a un encuentro entre representantes de los grandes intereses de la educación, con partidos ideologizados, asociaciones de padres militantes, sindicatos esclerotizados, eso no puede funcionar. Los consensos deben darse entre profesionales en sus centros, abrirse los debates al profesorado que tiene que pelear todos los días en las aulas, que estos profesionales identifiquen los medios que les faltan, que se dé autonomía a los centros, y dejarse de leyes coactivas, a cual más retrógrada; que se ofrezca asistencia, asesoría, consejo, atención a los profesionales en sus realidades concretas. Debe cambiarse el esquema.

La educación no es un sistema burocrático jerarquizado. Es un orden concreto en el que los problemas y los actores son singulares. No se puede regir por sistemas legales abstractos, que no tienen modo de aterrizar en la realidad, sino por actores reflexivos que necesitan herramientas y ayuda para encarar problemas que ellos mismos tienen que identificar y, finalmente, resolver con ayuda de sus entornos sociales. Durante un tiempo absténganse los alejados políticos de sus ilusiones de megalomanía, declaren una moratoria en su actividad legislativa y no impongan nada, estabilicen un sistema que está exhausto, déjenle funcionar sobre su realidad y ofrézcanle ayuda material, moral, profesional y técnica. Pongan de una vez la educación al servicio de su fin interno: educar.