El desapego hacia España de una considerable parte de la sociedad catalana y el subsiguiente proceso secesionista constituyen uno de nuestros principales retos actuales como sociedad. Las dificultades devienen insolubles si no se afrontan. Los pretextos formales o las soluciones simplistas no sirven. Este desapego coincide paradójicamente con una tendencia opuesta en el resto de España con la excepción vasca. Esto puede explicar el reciente hundimiento de las posiciones más matizadas.

Del lado soberanista se ha dibujado un mundo de buenos y malos alejado de la realidad donde todo se analiza desde el prisma de las bondades de la independencia, enfatizando en las balanzas fiscales, el victimismo o la mistificación de la historia con una indisimulada absorción de la contribución de la Corona de Aragón bajo el eufemismo de Països Catalans. Se ha pretendido confrontar las lenguas renunciando a un patrimonio de relevancia universal. Se obvia que en España perviven cinco idiomas oficiales, incluido el aranés mientras ha desaparecido de Occitania.

Plantear proyectos que dividen a la sociedad es la antítesis del buen gobierno que amplía los consensos que hacen avanzar los países y que había caracterizado a Cataluña hasta hace poco. Por su efecto en cadena podría afectar a la gobernanza de la UE al debilitar a los países que ejercen de contrapeso de Alemania. Además frenaría muchos procesos descentralizadores por el miedo al objetivo final secesionista.

Pero también del otro lado se han cometido errores sustantivos reforzados por la posición de fuerza del status quo como el tactismo durante la negociación del Estatut y la recogida de firmas en su contra, el boicot a los productos catalanes, la cerrazón a la negociación con pretextos formales. Sintomático fue el desliz del exministro Wert cuando apeló a españolizar a los niños catalanes cuando quería decir castellanizar, olvidando a Julián Marías cuando sabiamente recordaba que la única manera que tienen los catalanes de ser españoles es siendo catalanes. ¿Es acaso normal que el primer catalán primer ministro lo sea de Francia? Hay una anomalía en la incorporación de Cataluña en la gobernanza de España acorde a su peso económico, cultural y demográfico. Trasladado a la UE sería como si los alemanes no pudieran presidir la Comisión pero sin dejar de ser los primeros contribuyentes.

Sin canales de diálogo comprometido y sin salida formal (referéndum), la tensión acumulada carece de espita. Si se hubiese celebrado un referéndum como en Escocia o Quebec, el apoyo a la independencia hubiese sido considerablemente menor que los votos cosechados por las candidaturas independentistas. Enmascarado en el debate secesionista hay otro transversal que es el del derecho a decidir y que comparten bastantes electores de formaciones no independentistas. Aspiran a que exista una vía legal para plantear un referéndum si todos los esfuerzos negociadores fracasan. ¿Es legítimo negarles esa aspiración? Muchos de los votantes de Junts pel Sí no optarían hoy necesariamente por la independencia, sino que pretendían, ante la ausencia de alternativas, forzar la negociación y que en todo caso se respete su derecho a decidir. Impidiendo una salida solo se ha conseguido magnificar el problema.

Pero también hay responsables por omisión. Muy pocas voces se han pronunciado contra la deriva de los acontecimientos con la excepción de Raimon. El resto de comunidades de régimen común debe mucho de su grado de autonomía y su actual sentimiento de pertenencia a la brecha que abrieron los catalanes. Los valencianos nunca hubiéramos podido recuperar nuestro derecho civil y el reconocimiento como nacionalidad histórica sin la cobertura del Estatut catalán. Si fraguase, la independencia no solo perdería la liga, sino que España entraría en una deriva recentralizadora que ya enarbolan algunos.

No hay forma de rendir mejor tributo a la visión y generosidad de los artífices del pacto constitucional de la transición que abogar por adecuarla a los retos presentes buscando siempre similares grados de inclusividad que la caracterizó. El Título VIII de la Constitución requiere replantearlo enteramente, pero también otros aspectos como es la cesión de soberanía a la UE, una mayor participación pública o la reducción del poder del establishment de los partidos. Hay que superar la jacobina orientación francesa y sustituirla por otras territorialmente más elásticas como la germánica y británica (Herrero y Rodríguez de Miñón) reconociendo que la soberanía es de hecho compartida entre los diferentes niveles (multilayer governance) como demuestra el euro. Las estructuras de tipo federal aportan a la división de poderes de tipo horizontal un eje vertical adicional. Quizás por ello no son vistas con simpatía por aquellos que han provocado este conflicto.

Habrá que discutir cómo se regulan procesos de modificación territorial como fusiones entre comunidades o secesión. La secesión es un hecho muy trascendental considerando los 500 años de historia compartida. Si una reforma estatutaria o constitucional requieren de mayorías cualificadas, qué menos que una decisión de ese calado. Las mayorías reforzadas ayudan a evitar decisiones precipitadas provocadas por estados de opinión pasajeros. Quienes hoy abogan por la independencia por la mínima, no aceptarían un hipotético referéndum de reingreso a los pocos años justo con este argumento.

Los problemas complejos requieren de coraje, visión, espíritu crítico y prudencia que solo una sólida formación humanística confiere y que las sucesivas reformas de nuestro sistema educativo están diluyendo. Debemos aceptar con normalidad que España no es un país de base étnica, sino territorial y, por tanto, plurinacional como lo es Suiza. Reconocer sin ambages que la considerable diversidad cultural de España no nos debilita, sino que, al contrario, nos enriquece, es mucho más que la única salida a este enredo. Un verdadero patriotismo electivo frente a dos posiciones que aparentan ser antagónicas cuando en realidad son muy próximas. El legado más valioso de la Corona de Aragón no fue lingüístico o militar, sino jurídico-institucional favoreciendo estructuras muy avanzadas para su época. Si ello fue posible en un período tan oscuro como la Alta Edad Media, su ejemplo debería inspirarnos para superar este reto en pleno siglo XXI.