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Carne mortal

Menuda la ha armado la OMS con su advertencia de que las carnes, especialmente las procesadas, son tan cancerígenas como el tabaco. Puede, pero no estropean tanto la voz dedicada al canto y a la disertación, aunque dicen que el tabaco otorga una leve protección frente al Alzheimer, uno no sabe a qué atender. El otro día salió en la tele el filósofo José Antonio Marina y dijo que mientras nuestro sistema sanitario público ocupa el tercer puesto mundial, el educativo apenas escala hasta el vigésimo lugar, de lo que se infiere, según Marina, que podríamos conseguir que la escuela funcionase mejor.

Podríamos, pero mi conclusión es, desde la modestia, muy distinta: nos preocupa más durar que desasnarnos y prueba de ello es que hay más gimnasios que ateneos y más masajistas que preceptores. Bueno, es normal, nos interesa mucho nuestro pellejo y se sabe, desde antiguo, que comer carne a menudo, es malo. Para todo. Bastó que los chinos accedieran a la carne para que los ríos bajaran más sucios y algunas tierras muy cercanas a nosotros, huelen a guarro a lo largo de muchas leguas.

Yo no tengo ese problema, soy piscívoro, pero la carne, especialmente asada al carbón (que es como resulta más cancerígena), está muy rica. Y la morcilla, para qué hablar. En la única religión que dominó el globo „el chamanismo„ toda carne es una (para mi es tan evidente como que la Luna tiene fases) y el cazador se abstiene de matar sin motivo y pide perdón a su presa. Se congracia con su espíritu a veces a través de rituales bastante complejos.

En el hinduismo, comer carne, cualquier carne, no solo la de vaca, es un signo de andar atascado en el lodazal terreno, enredado en los velos de la apariencia (yo, además, soy de los que se enredan con los telones del teatro). Curiosamente, el cristianismo no se contagió, apenas, de los preceptos dietéticos de musulmanes y judíos, salvo en la abstinencia, pero ya saben: si quieren durar, carne no mucha y del carnicero de confianza. Aunque tenga en casa una bula del mismísimo Pío XII.

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