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Direcciones opuestas

Europa se mueve en direcciones divergentes. La Rusia neoimperial de Putin pretende volver a ejercer su influencia sobre los países del este. Alemania se enfrenta casi en solitario a la crisis migratoria. Suecia se plantea ingresar en la OTAN. Draghi habla de acelerar las políticas expansivas del BCE ante el notable resfriado de los emergentes. La economía europea avanza renqueante, a pesar de los importantes shocks positivos causados por la caída del precio del petróleo, la devaluación del euro y los bajos tipos de interés. Un renovado fervor nacionalista recorre la sentimentalidad del continente, con rostros y perfiles distintos según las regiones. A ratos, se tiene la sensación de que hemos regresado a la segunda mitad del siglo pasado, con algún que otro nuevo actor en escena. China, por ejemplo; o el envejecimiento demográfico en Europa.

No son circunstancias menores. La entrada de los asiáticos en el comercio mundial „básicamente a partir de Tiananmen„ dio inicio a la globalización, con sus amplios efectos sobre la estructura del trabajo y las clases medias. Es un movimiento que todavía no ha finalizado y cuyas consecuencias sólo se podrán calcular dentro de unas generaciones. Por otro lado, la brutal caída en los índices de natalidad hace inviables las generosas políticas de bienestar que ha disfrutado nuestro continente en el último medio siglo. Son dos hélices que giran en direcciones opuestas. Por un lado, la tecnología y el comercio internacional impulsan la calidad del empleo. Por el otro, el salvavidas social se debilita bajo una avalancha de deuda y unas necesidades crecientes. El malestar entre abundantes capas de la población es una realidad que aumenta a medida que el paro y el trabajo precario se enquistan en la sociedad. La esperanza adquiere de nuevo tintes populistas.

Un buen ejemplo lo encontramos no sólo en los grupos radicales de la nueva izquierda „Syriza, Podemos, la CUP„ sino también en el protagonismo cada vez mayor de los partidos ultraconservadores: del Frente Nacional en Francia al gobierno de Viktor Orban en Hungría. Especial preocupación ha causado en las cancillerías europeas el triunfo, en las elecciones polacas, del partido Ley y Justicia. Al igual que la España surgida la transición, Polonia es la historia de un país exitoso, que se ha enriquecido y modernizado a velocidad de vértigo desde su ingreso en la UE. Sin embargo, también como sucede en España, la retórica antisistema pretende poner en duda el funcionamiento y la calidad del sistema parlamentario. El relato que utilizan es simple, pero potente: una democracia que no es capaz de proteger el nivel de vida de sus ciudadanos pierde su legitimidad. Según esta narrativa, la Europa actual no sería ya un vector de progreso, sino que estaría al servicio de los tecnócratas, la burocracia de Bruselas y, sobre todo, los grandes conglomerados multinacionales.

Uno de los grandes problemas de nuestro tiempo es el desprestigio del parlamentarismo y sus valores. No es algo que suceda sólo en Europa. Asia „pensemos en China o Singapur„ constituye un ejemplo todavía mejor. Pero asimismo, en nuestro continente, sufrimos un intenso proceso de deslegitimación, que invita a desconfiar de las instituciones y de la representación popular. En un interesante artículo publicado hace dos viernes en la revista Ahora Semanal, el periodista polaco Adam Michnik señalaba el esfuerzo que llevan a cabo Putin y Orban para que «el lenguaje y la mentalidad fascistas renazcan en sus sociedades». No siempre el adjetivo fascista será el adecuado. En otros lugares se podría hablar de populismo o de autoritarismo. Los cambios sutiles en el lenguaje, de todos modos, allanan transformaciones mucho más profundas en la ciudadanía. Al destruir lentamente nuestro marco de convivencia, Europa se divide y se debilita. Y las sociedades enferman.

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