Tan pronto ha empezado la política, vemos el suelo movedizo sobre el que vivimos. Pero la política no podía tardar más. Una profunda sensación de inseguridad, camuflada de arrogancia y prepotencia, ha motivado el inmovilismo institucional que ya era disfuncional desde la segunda legislatura de Aznar. Mientras tanto, la realidad se ha movido a su aire, fuera de control, sin dirección estratégica, sin proyecto, sin esquema de país. La sensación dominante hoy es que los elementos de consenso que han gobernado la vida española durante este tercio de siglo no tienen un escenario hegemónico alternativo. Esa percepción de que el Estado no está en condiciones de evolucionar, ha llevado a mucha gente a la opción independentista. Este movimiento, sin embargo, ha sido usado por el núcleo duro del PP para su pedagogía negativa: frente al independentismo, eliminar de facto o reducir al máximo el Estado de las autonomías. Nadie puede asistir impasible a este escenario trágico.

Ni el más simpatizante con la causa histórica de Cataluña puede acompañar a Junts pel si en sus movimientos de los últimos dos años. Con toda razón se puede sospechar que si Convergència se ha entregado de pies y manos al independentismo de Esquerra, es por escapar a la justicia española. Es como si el Estado hubiera reabierto la causa de Banca Catalana treinta años después y, ante la imposibilidad de pactar con los fiscales, los hombres de CDC hubieran decidido pactar con los de Esquerra, quienes con toda claridad mandarían en el nuevo Estado catalán. La historia juzgará la responsabilidad que en esta deriva de Convergència tuvo el gobierno de Felipe González de 1982 a 1986 y hasta qué punto la protección de Pujol frente a los fiscales Mena y Villarejo no le hizo creer que tenía el campo libre para todo lo que ahora sabemos. Que González haya defendido a Pujol hasta hace unos meses frente a toda evidencia, es un síntoma que en cierto modo muestra su conciencia de culpa.

La deriva de la dirección de Convergència no sólo no puede ser apoyada por nadie que desee acabar con un problema secular, y tiene que ser lamentada por todos los que queremos avanzar hacia otra España. Artur Mas, con su cinismo, también condena a España a una involución dirigida por Rajoy. Pues al desvincular la suerte de Cataluña de la suerte de España, reduce de forma drástica las posibilidades evolutivas de nuestro Estado. Bastaría pensar en las posibilidades de reforma constitucional que se abrirían en esta situación si una CDC que no hubiera vendido su alma a Pujol se mostrara todavía abierta a un nuevo pacto con España. Una inteligencia libre debería preguntarse si es un azar histórico que Cataluña no sea un Estado independiente. Quizá no lo sea. Y la mayor parte de las razones que lo han hecho imposible antes siguen operativas y de forma incluso más intensa, por cuanto España es hoy más fuerte que en 1640, 1700 o 1934. Convergència lleva a Cataluña a una derrota que sólo tiene una incertidumbre: la fecha en que se producirá. Pero ante este horizonte, nadie puede ignorar que, con esa derrota, muchos españoles pierden al que fue un aliado decisivo en la empresa de hacer una España más moderna en 1978 y le dan a Rajoy el suelo electoral de que hoy goza.

En estas condiciones, las entrevistas que hemos visto durante la semana pasada han dejado un resultado muy significativo. Lo más relevante, que Rajoy se apresta a tomar el mando de la cruzada anti-independencia, el único motivo que lo hace relevante. El mensaje es que él es la mejor garantía de la unidad de España. Pedro Sánchez reaccionó con prontitud, pero al final el movimiento objetivo de la política lo ha dejado en la peor situación. Aunque toda la escenografía del encuentro entre los dos líderes parecía apuntalar el bipartidismo, pronto se mostró que eso ya no es posible. Al final, la impresión es que la posición más operativa del grupo es la de Ciudadanos. Esa impresión tiene bases solventes. Rajoy no podía decir nada persuasivo sin contar con la fuerza constitucional más fuerte de Cataluña, que es la de Albert Rivera. Pero si cuenta con ella, no puede impedir que tenga el protagonismo central, ya que en Cataluña el PP está condenado a la impotencia. Ante esta evidencia, Sánchez queda bloqueado, e Iglesias hace bien en lamentarse de que haya aparecido como un aliado de Rajoy. Por lo demás, basta que Ciudadanos diga con la boca pequeña que apoya una reforma federal, para que la posición del PSOE quede reocupada y además con más coherencia política. Ahora, Rivera puede pedir el apoyo de la burguesía catalana moderada, mientras el PSC no levantará cabeza mientras cualquier cosa que quiera Iceta sea neutralizada por Susana Díaz. Cogido entre ambos bordes, Sánchez está obligado a reconocer a Rajoy como garante del Estado. La impotencia del PSC tiene un rostro: Carme Chacón, alguien que recuerda los peores días de Zapatero.

¿Alguien se puede extrañar de que, en estas condiciones, Ciudadanos eche por delante al PSOE? En modo alguno. La reforma de la Constitución que ha presentado Sánchez es tan tibia que no va más allá de lo que ofrece Ciudadanos, que carece de las herencias de la época Zapatero y de las diferencias radicales de discurso entre Andalucía y Cataluña. Por eso el PSOE puede ser erosionado tanto por su derecha, dirigiendo electores al partido de Rivera, como por su izquierda, mandándolos a Podemos. Al verlo así, Iglesias, tanto o incluso más que Rivera, ha sabido reconducir la semana de entrevistas en beneficio de su formación. Su discurso en la comparecencia tras el encuentro con Rajoy ha sido eficaz. Desplazado Sánchez por Rivera, Iglesias ha visto que en el asunto de Cataluña puede obtener lo más deseado, un terreno de juego en el que desmarcarse claramente como la única oferta viable de la izquierda. Y ha podido ofrecer de forma clara la idea de que quien tenga una solución para Cataluña en el fondo tiene la clave para una verdadera reforma de la Constitución y del Estado. Una cosa sin la otra no es viable.

Para eso, Iglesias no ha tenido sino que vincular lo que están pidiendo Rajoy y Rivera con un frente de derechas que quizá pueda derrotar a Convergència, pero que harán de esa victoria el camino para no cambiar nada en España. Como decía Santiago Alba la semana pasada, el plan real de la derecha es utilizar la derrota de Cataluña como una victoria que le permitirá dejar intacto el actual sistema político, eso que Alba llamaba «restauración» del bipartidismo, que ha conocido una amenaza real cuando Podemos estaba el primero en la intención directa de voto. Esas fuerzas, que anhelan salir de esta coyuntura como si no hubiera pasado nada, forman lo que Iglesias llamaba «búnker» en su discurso, con una voluntad clara de vincular a Rajoy con la figura de Arias Navarro. Eso le viene bien al propio Rivera, que se ve en la mística Ávila como la reencarnación de Adolfo Suárez. En todo el escenario, quien queda fuera de juego es Sánchez por sus divisiones internas.

Con rapidez, Iglesias ha llamado a Sánchez para lamentar su seguidismo. Él tiene una opción nítida capaz de rechazar el movimiento de Rajoy de hacerse imprescindible como garantía de seguridad frente a los poderes de la Generalitat. Su opción es proponer un referéndum con garantías en el que Cataluña pueda votar libremente y de forma vinculante. Sin duda, esta propuesta debe concretarse. Al otro lado de la opción por la independencia y contra ella se debe colocar algo diferente del inmovilismo. Y eso que se pone como alternativa debe pactarse entre las fuerzas dispuestas a la reforma real. Por eso debe tomarse en serio la reforma constitucional porque, sin algo nuevo sustantivo, Cataluña no votará sí a permanecer en España. Ahora bien, para que el referéndum fuera vinculante debería tener otro rasgo más: un gobierno imparcial en Cataluña, y esto sólo puede hacerse si se va a unas nuevas elecciones de las que salga un nuevo president que no se proponga romper el país en dos y que distinga entre la acción institucional y la partidista. Eso implicaría un compromiso temporal de convocatoria del referéndum no superior a un año y medio, el tiempo para pactar una reforma constitucional en Madrid. La perspectiva de acabar con este asunto para siempre en un plazo dado será alentadora.

Este escenario exige juego limpio y sentido democrático profundo. Nada nos permite afirmar que los actuales actores de Junts pel sí lo tengan. La declaración de independencia del Parlament no lo es. La coletilla de que ese es el mandato de sus votantes es ridícula, porque los votantes no siempre demandan algo legítimo por el mero hecho de que lo demanden. Por ejemplo, no pueden demandar que se deroguen unilateralmente derechos firmes establecidos, y esto es lo que se deriva de la declaración de independencia. Cuanto más se distancie Podemos de ese gesto, mejor. Pero también tiene que resistir la trampa de los portavoces mediáticos de la derecha, que se niegan a la reforma federal porque, según dicen, eso no satisfará a Cataluña, y así pretenden garantizar que no haya reforma alguna que hacer. Además, Podemos ha de responder al argumento del PSOE andaluz, que da por hecho que lo aceptable para Cataluña va en dirección contraria a lo aceptable para el resto de España. Eso no es en sí mismo necesario.

Finalmente, es preciso defender que Cataluña puede tener un encaje voluntario en una España más ordenada. Unas reglas claras parlamentarias e institucionales, una reforma fiscal seria y justa, una división precisa de competencias centrales y autonómicas, una reforma de la proporción de los presupuestos locales, autonómicos y centrales, un reconocimiento claro de Cataluña como nación, todo ello puede posibilitar el acuerdo; y no solo sin romper los equilibrios autonómicos actuales, sino mejorándolos. Es la única opción. En todo caso, se aclarará el futuro institucional de España. Pues los problemas de Cataluña son los mismos de las demás autonomías y no se solucionarán sin acabar con el centralismo presupuestario y económico actual.