Sólo con que el grueso de la sociedad valenciana creyera seriamente lo escrito, aprobado y proclamado Estatut de Autonomía de la Comunitat, el valencianismo dejaría de ser una entelequia política, o lo que es peor un arma arrojadiza en tiempos electorales, para convertirse en el eje transversal de la política de todos.

Porque nuestro problema colectivo fundamental no es sólo el de nuestra financiación económica como comunidad autónoma. Ello es esencial y celebro, y mucho, el acuerdo por unanimidad de nuestras Corts con relación a esa materia. Es un avance sustancial. Felicito a todas las fuerzas políticas parlamentarias por su sentido común y del Estado en lo que toca a la provisión de recursos económicos que hagan posible la autonomía política y financiera de los valencianos y de su Generalitat.

Cuando, por encomienda de las Corts Valencianes, estábamos elaborando el Dictamen sobre la Lengua en el Consell Valencià de Cultura, en el que algo tuve que ver, mantuvimos una enorme cantidad de entrevistas cuya memoria a buen seguro que guarda mi buen y querido amigo Santiago Grisolía. Fueron meses de enorme actividad, algún que otro bullicio y mucha energía para poder llevar a buen puerto lo que se nos mandató. Como así fue en votación de 13 de julio de 1998 en la que se aprobó el dictamen que dio lugar posteriormente a la creación de la Academia Valenciana de la Lengua.

Pues bien, en ese innumerable ir y venir por cafeterías, restaurantes, casas particulares y citas semiclandestinas, yo tuve la enorme satisfacción (y es la primera vez que lo cuento en público) de entrevistarme con Pere María Orts. Nuestra conversación alrededor de una taza de té fue tan amable, cordial, civilizada y entrañable como lo era tan insigne valenciano. Recuerdo, como si fuese hoy tras los años trascurridos, que en un momento le pregunté su opinión respecto a la escasa relevancia de los valencianos en el Estado en las instituciones y en la propia sociedad valenciana, que es, y sigue siendo, nuestro mayor contrasentido histórico. Orts, con la elegancia personal de un caballero de su talla, me miró fijamente y me dijo: «Mire: lo más visible de nuestra valencianidad seguramente es mi pinacoteca». Creo que hoy, como ayer, su aserto merece consideración, memoria y reflexión.

Vivimos instalados como sociedad en una ambigua visible invisibilidad. Pero en primer lugar para nosotros mismos, los valencianos, que gustamos de ocultar lo que nos une y enaltece y provocarnos cada equis tiempo con aquello que nuestro Estatuto y sus desarrollos legislativos ya resolvieron en momentos durísimos de nuestra transición a la democracia y al sentido común como pueblo que demandaba en 1976 «democracia, libertad y Estatu d´Autonomía». Seguramente, los valencianos demócratas que tengan mi edad o algunos años más recordaran, sin duda, aquella manifestación de la predemocracia en Valencia. Pues bien, lo que es injustificable, y enteramente indeseable, es que algunos (unos u otros, en la oposición o en partes del gobierno de la Generalitat) utilicen de nuevo la simbología, la valencianidad, el valencianismo que a todos debieran unir en un anhelo común de convivencia y paz civil y política, en armas arrojadizas de una sociedad ciertamente incivil. Porque esa será su responsabilidad pero jamás volverá a serlo del conjunto general de la sociedad valenciana que es consciente de sí misma.

Creo en un valencianismo transversal e integrador. En el que quepamos todos los valencianos. Un pueblo que debería anhelar conocerse y estimarse con la hondura que su cultura, historia y lengua merecen. La Comunitat Valenciana es una nacionalidad histórica. Y como tal merece comportarse y saberse. Y nuestra política, en primer lugar, debe ser valenciana. Tanto en casa como en el resto de las instituciones españolas. Seamos valencianos. Y creámoslo.