Hace ya meses pudimos contemplar dos imágenes singulares. La primera fue el rostro serio del rey recibiendo la casi unánime pitada de una muchedumbre de aficionados catalanes y vascos que llenaban un inmenso estadio de fútbol. A su lado, a veces fuera de encuadre por su menor talla, el presidente de la Generalidad catalana no quería disimular una sonrisa de satisfacción o complicidad.

Poco después, el escenario era un salón donde de nuevo ambos posaban para los fotógrafos instantes antes de reunirse como parte de las recepciones reales a los presidentes de comunidades autónomas. Esta vez el que no quería disimular su gesto serio fue el rey, mientras Artur Mas a su lado sonreía de nuevo pero con indisimulable incomodidad. La seriedad y la sonrisa de uno y otro recordaban las dos carátulas con las comisuras de los labios hacia arriba y hacia abajo que simbolizan el teatro y las artes escénicas.

Y es que, en efecto, no tiene mucho sentido preguntarse si aquellos gestos expresaban un estado de ánimo o eran gestos fingidos como no lo tiene preguntárselo al respecto de la representación de un actor. La política es en sí misma „como el teatro„ una sobreactuación porque sus protagonistas lo son en virtud de representar algo en el contexto de una función pública. Y no es coincidencia que los mismos términos que utilizamos para hablar de una función pública o representación se los podamos aplicar al teatro y a la política. La política es una escena iluminada por los mismos focos que dejan en la penumbra al público expectante.

Así que con seguridad que eran gestos sobreactuados, es seguro que perfectamente deliberados y tal vez incluso ensayados ante algún espejo. No importa. Es su trabajo. Esos gestos eran como las caretas que llevaban los protagonistas del teatro clásico, o como las máscaras rituales africanas que usaban los oficiantes de ritos y conjuros y en las que se inspiró Picasso para su cubismo expresionista. Salir a la escena pública implica enmascararse sin que ello signifique falsedad sino representación, y sin que importe si se hace de traje de chaqueta o descamisado y con coleta, en coche oficial o en bicicleta. Unas y otras son máscaras rituales (y tribales) necesarias para representar algo en público: puro e inevitable atrezo.

La actual crisis de la representación se manifiesta en nuestra pretensión de conocerlos al desnudo y que todo sea transparente. Pero ese deseo es tan desorientado como creer que quitarle la piel a un animal es desnudarlo: la máscara forma parte del organismo político como la piel del organismo animal. Hacerles bailar, cantar o exhibir intimidades no es levantar la máscara, sino extenderla. Creer que lo importante de un político es lo que hay debajo de su máscara es tanto como querer pintar a un pájaro desplumándolo. Y eso precisamente, pájaros desplumados, es lo que parecen cuando cantan, bailan, o ríen pitadas político-futboleras.

Sería interesante aplicar a las ideologías y a los políticos las diferencias entre el drama, la tragedia, la comedia y la tragicomedia, incluidas sus derivaciones musicales en la ópera, la opereta y la zarzuela. Pero excede con mucho mi capacidad; además nos basta con advertir que estar en escena, es decir, tener poder, consiste en que los dichos y gestos (firmar, por ejemplo) produzcan lo que significan. Y de ahí que no sea muy relevante si expresan o no algo sinceramente, porque lo decisivo es que si no eran reales antes de decirlos se vuelven reales al decirlos.

Es un poder tremendo y los Estados modernos y democráticos no lo serían sin el sometimiento de dicho poder a la forma de las leyes. Lo que dice o hace alguien en función del cargo que ocupa se cumple y realiza siempre que se atenga al guión de su representación pública, es decir, siempre que se atenga a la ley. De hecho sabemos que alguien no es un dictador porque no pretende que la realidad copie lo que él dicta, por la fuerza misma de haberlo dictado o proclamado. El dictador es alguien que confunde deliberadamente política y magia, porque pretende el poder de hacer la realidad diciéndola. Por eso, quien quiere romper las reglas vigentes empieza siempre por un pronunciamiento. Es una vieja tradición española.

Desde luego que creíamos estar lejos de aquellos pronunciamientos que deponían y tumbaban regímenes, pero por lo visto lo único que ha cambiado es el sujeto del pronunciamiento: una mayoría parlamentaria representante de una minoría social. La historia se replica en mutaciones inopinadas pero, al fin y al cabo, astillas del mismo palo. Va a ser verdad también en política que lo malo de tener un enemigo mortal es que al final no nos parecemos a nadie tanto como a él: cuanto más irreconduciblemente secesionistas, más castizamente españoles, a su pesar, imagino.

Pero, para completar este carnaval político, el gesto serio del rey en aquel estadio abucheante, hizo visible la transformación del país al que representa y de los poderes y hábitos cívicos de sus ciudadanos. Y consiguió que todo aquel ruido hiciera tangible algo decisivo: había más respeto, sensatez y sentido cívico de la convivencia en quien soportaba la afrenta que en quienes la proferían. Ese día pareció que la España contemporánea tenía que ofrecerle a buena parte de los catalanes algo que tenían a gala, y con razón: mesura, contención, respeto, civismo. Voy a decirlo sin querer parafrasear a la inefable Aguirre: era el rey el que parecía catalán entre todos aquellos partidarios del pronunciamiento.

Si hoy hubiera pintores de corte del talento de Velázquez o Goya, el posado de aquel día en medio de la ensordecedora pitada de un himno que nunca nos había representado tanto, adornaría pronto las salas de algún mueso ilustre. Y los visitantes intentarían escrutar en el gesto serio de un rey joven de un país moderno la relevancia crucial de un momento histórico: se debe poder llegar a la independencia, pero no por un pronunciamiento con truco que quiere hacer realidad lo proclamado por la voluntad misma de los proclamadores. Eso es violencia.