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Somos marcianos

Después de tantos futuros de pesadilla y rollos apocalípticos se agradece una película sonriente, casi una gesta de pandilla, como Marte (The Martian), que fue antes novela y, antes, blog de ficción y que nos presenta, en toda su intensidad, la más humilde y restallante de las epopeyas: la lucha por la supervivencia. Marte es como Robinson Crusoe, pero en una atmósfera irrespirable. Como La Odisea, pero sin ninfas maestras en el arte de amar aunque con todos los monstruos, brujas y cíclopes que habitan el miedo. Ahora dicen que una tormenta solar desaforada quemó la atmósfera de Marte, lo que nos informa de un hecho: los desastres cósmicos ocurren, pero con un compás muy abierto y una probabilidad remota, el riesgo de que nosotros mismos la caguemos es mucho mayor: ponga un catalizador (virtual) en su coche.

Aunque la película no habla de eso, sino de cosas mucho más emocionantes: de sacarle la lengua a la muerte, de tomarte a coña lo más sagrado, de tener listo un testamento simple sin palabras altisonantes pero del todo necesarias, de no dejar atrás al compañero caído y de comprender que para las compañías y los gobiernos la palabra seguridad, que manejan tan a menudo y de tantas maneras que sospecho que está hecha de plastilina, no significa lo mismo que para el resto de los humanos. Y el hecho incontrovertible de que, al final, sólo hay una riqueza indiscutible: las cosas de comer.

Matt Damon es el encargado de darle encarnadura a una historia que hubiera podido ser muy desangelada y árida. Y triunfa. Damon iba para albañil y, pese al poder gravitatorio del hormigón, se desvió de su trayectoria para ascender a ese cielo de revista de peluquería que es Hollywood, donde ha logrado sobrevivir, al parecer sin volverse gilipollas: una gesta no menor que sobrevivir en Marte. Él es quien le da verdad a ese personaje tan cercano que calienta con su humor la epopeya fría del espacio convertida, casi, en comedia. Un poco más y el tonto de Ridley Scott lo estropea todo con musiquitas y bailes.

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