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¿Federalismo o financiación?

Al común de los mortales, con atributo de ciudadano votante en la política moderna, se le debe hacer de noche si le planteamos el dilema de elegir entre federalismo y confederación como forma de organización del Estado. No es de extrañar. Ni los más avezados politólogos ni mucho menos los profesores de constitucionalismo deben discernir esta cuestión. De la confederación nos suena el Dixi de las películas sobre la guerra civil norteamericana „una verdadera carnicería„, y del federalismo un señor, catalán, llamado Pi y Margall, y Alemania. Poco más.

Si introducimos nuevos conceptos como el de autonomismo, estado asociado o asimetría, y si nos retrotraemos a tiempos pasados y mentamos fórmulas políticas como el cantonalismo, la mancomunidad o las colonias, todavía lo ponemos peor. Y nos colapsaremos del todo si nos da por estudiar la antigua organización político-territorial de lo que se conoció como la URSS „la vetusta CCCP, Imperio Ruso de toda la vida que devino en Comunidad de Estados Independientes (CEI) antes de transformarse actualmente en Federación Rusa. Pues aquella temible URSS, uno de los Estados más autoritarios y policiales que se recuerdan, tuvo sobre el papel una organización donde coexistían diversos estadios territoriales en un galimatías de repúblicas y territorios federales o federativos, que en realidad servían de bien poco para descentralizar aquel macropaís de países, con una única nación, Rusia, y un sinfín de subnaciones.

Que los políticos jueguen con esta macedonia de nombres y conceptos, y que incluso pretendan sentirse refrendados en sus aventuras políticas haciendo votar a esos comunes mortales en referéndums legitimistas, no deja de ser una impostura más de la retórica subida de tono con la que se aliña el poder hoy en día. Aunque sí hubo un tiempo, como recuerdan las películas de Berlanga, en el que existió un Estado multinacional en el centro de Europa, un Estado derivado en parte de la implosión del imperio español, la monarquía austro-húngara que aglutinó múltiples pueblos y territorios pero que en su núcleo principal construyeron dos entes políticos diferentes y vecinos, Austria y Hungría.

No pudo acabar peor aquel caleidoscópico Estado, aunque hay quien opina que un invento parecido, la unión dinástica de dos reinos, el de Inglaterra y Escocia para formar un Reino Unido „Iukey...„ ha funcionado estupendamente. Salvando las distancias y simplificando mucho, quien así lo creía era Ernest Lluch, padre espiritual de nuestro actual conseller de Hacienda, Vicent Soler, y quien como buen catalán y socialista buscó fórmulas de conllevancia en nuestro país, entre Castilla y la antigua Corona de Aragón, que superaran las fricciones históricas. Murió por ello.

Estamos donde estábamos en tiempos de Lluch, pero no es una casualidad que sean los socialistas los que más empeño ponen en tratar de resolver mediante fórmulas de pacto la cuestión de las nacionalidades españolas. Son sensibles al problema por proceder de la periferia asimilada, pero buscan el pacto que les reconforte con su condición de socialistas, cuyo credo ideológico procede del internacionalismo. Fue Pasqual Maragall, también, el portavoz de la extraña propuesta para la creación de un estado asimétrico „bajo influencia intelectual de Rubert de Ventós posiblemente„, y son ahora los socialistas los que insisten en proponer una reforma federalista del país.

Pero por una vez, al sur del río Sénia, se ha enfocado la cuestión de un modo más preciso y clarividente, pues no es el nombre de la cosa sino el reparto de la hacienda pública lo que distorsiona el país hasta procurar un malestar endémico. Y somos los valencianos quienes hemos empezado a ser plenamente conscientes de las injusticias que ese tema procura. No es la falta de una reforma federal lo que impide a este país funcionar de un modo armónico y solidario, eficiente, sino la disparidad financiera con la que se administra.

Difícilmente puede funcionar España, federal o pluscuamperfecta, da igual, si los unos disponen de fueros con cupos, los otros aspiran a ello y los más llevan décadas recibiendo sin que ningún indicador cuantifique las transformaciones que esa solidaridad produce „lo dijo precisamente el propio Soler hace unas semanas en el Club Levante. Las carreteras navarras contrastan con los peajes de la autopista mediterránea, los ordenadores escolares extremeños con los barracones valencianos, el PER andaluz con la leche gallega?

Hace más de una treintena de años que ya se hablaba de crear un reparto equitativo de los fondos públicos, una tarta a dividir en tres partes: el 50 % para el Estado central, el 25 % para las autonomías y el 25 % para los municipios. Bien poco se ha avanzado al respecto. El sistema de financiación español sigue siendo ignoto, un arcano incomprensible que proporciona a sus gestores todo el poder coercitivo del reparto. Si apenas sabemos discernir por qué a unos les dan y a otros les quitan en función de la temperatura política, más inaccesibles aún son las razones que justifican las políticas de inversiones, una varita mágica con la que se castigan o premian fidelidades y que tantas veces se utiliza para satisfacer a los de mi pueblo: como ministro vuestro que soy os debo una buena inversión y os la voy a conceder. Así, se ha construido y aún se construye, por ejemplo, el AVE de este país.

Una reforma financiera que no llega por más que se reclame. Una Administración pública que no se racionaliza por más que se denuncie su desproporción e ineficiencia. El economista y matemático, también catalán „y exPSUC„ César Molinas cifra en más de 300.000 personas las llamadas «clases extractivas» del país. A nosotros nos tocan más o menos 30.000: políticos, cargos, asesores, altos funcionarios con nómina o complementos dependientes del devenir de la política. Son muchos, demasiados, para que cambien las cosas.

Los nuevos partidos prometen reformas en ese sentido, pero existe la sospecha íntima de que no aplicarán el bisturí con la firmeza deseable en cuanto accedan al poder y los suyos sean los beneficiarios del sistema. Antes de hacerse el harakiri le echarán la culpa a los ricos, a las sicavs y a las amnistías fiscales. Más que reformas es posible que tengamos una vuelta de tuerca impositiva, de la que todos reclamarán su parte y nadie querrá responsabilizarse. Y no se ha inventado mejor forma de hacer política que manejar con buen criterio y justicia la acción fiscal. Lo dijo Keynes, al que tantos invocan sin haber leído y que salvó las finanzas de la Universidad de Cambridge jugando en bolsa.

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