Si un ciudadano dijera que le gusta pagar sus impuestos, debería hacérselo mirar. Cosa diferente es que los ciudadanos responsables consideremos que los impuestos son necesarios para costear el Estado en general y en particular el Estado de bienestar creado por la Constitución de 1978. De manera que el debate debe centrarse en cuántos servicios públicos queremos y, en consecuencia, cuántos impuestos son necesarios para el mantenimiento de los mismos. El debate sobre los niveles óptimos para los ciudadanos, de ingresos y gastos públicos y deuda pública, no se ha producido en los términos claros en que debiera producirse ni en las cámaras legislativas ni en la sociedad civil, y sería conveniente que de este asunto se ocuparan los partidos políticos en la campaña electoral previa a las próximas elecciones generales del 20 de diciembre de 2015.

Los partidos políticos no son muy propicios a hablar con claridad de este asunto. La realidad habla por sí misma. Todos los Estados de la Unión Europea tienen un volumen de deuda pública extraordinario, una media entre el 80 % y el 100 % de su Producto Interior Bruto, y los ciudadanos y empresas de dichos Estados tienen a su vez un nivel de endeudamiento muy considerable, salvo escasas excepciones (en España el endeudamiento privado alcanza la cifra de 1,7 billones de euros). Estamos endeudados hasta las cejas, podríamos decir en lenguaje corriente y, sin embargo, no parece que estas cifras escalofriantes impresionen a la mayoría de los ciudadanos europeos. ¿Seremos capaces de pagar lo que debemos? ¿Cuándo? ¿Serán capaces de pagar nuestras deudas, públicas y privadas nuestros nietos o bisnietos? A los pobres griegos se les demoniza poniendo de relevancia que su deuda pública alcanza el 175 % de su PIB, que sin duda no podrá ser afrontada en su totalidad, pero los demás gobiernos europeos tampoco explican cómo van a pagar sus deudas públicas, contraídas, salvo excepciones, para sufragar el Estado de bienestar.

Una de las promesas electorales que sin duda difundirán la mayoría de los partidos políticos españoles en vísperas de las elecciones generales es menos impuestos y mejores servicios públicos. Es un mensaje que suena muy bien, ¿pero es un mensaje realista y honesto? ¿O, por el contrario, es un mensaje populista y poco responsable? El Partido Popular utilizó en la campaña electoral de 2011 dicho mensaje y le fue bien. Pero lo cierto es que al llegar al poder subió los impuestos, y el gasto social se ha resentido hasta nuestros días. Resultaba necesario para reducir el déficit heredado que rondaba el 12 % del PIB, más del doble del que reconocía el Gobierno de Rodríguez Zapatero en la campaña electoral de 2011. Y aún subiendo los impuestos, el PP ha tenido que seguir endeudándose a lo largo de la legislatura en más de 300.000 millones de euros hasta alcanzar un endeudamiento en torno al 100 % de nuestro PIB.

Sin duda, sería fantástico pagar menos impuestos y recibir más y mejores servicios públicos. Los neoliberales españoles, en la estela del neoliberalismo más radical, sostienen que bajando los impuestos se incrementa el consumo, la recaudación y, en consecuencia, se mejoran los servicios públicos. Cuando se ha practicado, la teoría en cuestión ha demostrado que los servicios públicos se resienten gravemente. Pero lo cierto es que la primera parte del binomio tiene más peso que la segunda. A los ciudadanos, en general, nos alegra el oído escuchar que vamos a pagar menos impuestos y recibir mejores servicios. Y si los tributos no son suficientes, pues entonces habrá que seguir incrementando la deuda pública, ¡alguien la pagará!

En España practicamos una especie de conciencia bipolar. La inmensa mayoría de ciudadanos cree que paga demasiados impuestos, aunque la presión fiscal en España sea de las más bajas de Europa, y considera que recibe pocos servicios por los impuestos que paga. Y por otra parte, debe señalarse que el gasto público en España es de los más bajos de la Unión Europea, en torno al 43 % del PIB, mientras que en la mayoría de los Estados con gobiernos liberales o socialdemócratas, a los que siempre hemos admirado (Alemania, Reino Unido o Francia), el gasto público supera el 45 % del PIB y alcanza incluso cifras cercanas al 55 % del PIB en los países más admirados, los nórdicos. Recientemente se ha divulgado que la presión fiscal en la denostada Grecia está en torno al 45 % del PIB, mientras que en España ronda el 37% del PIB.

De manera que no se puede hablar en España de un gasto público excesivo desde los parámetros europeos que conciben un Estado de bienestar con potentes servicios públicos educativos, sanitarios, sociales y pensiones públicas. ¿Acaso un potente Estado de bienestar produce en Alemania o en Suecia una merma de competitividad, de imaginación? Al contrario, son sociedades con mucho músculo industrial, comercial y de servicios. De manera que el problema no es el elevado gasto público que supone mantener un potente estado de bienestar, como el nuestro o superior al nuestro.

Nos llevamos las manos a la cabeza cuando nos hablan del alto endeudamiento del Estado. Éste no se debería a la necesidad de mantener el Estado y el Estado de bienestar: nada tendría que ver con el gasto sanitario, el gasto educativo, el resto del gasto social, la construcción de infraestructuras. «¡Es la corrupción, idiota!», diría un enterado. Pero lo cierto es que el endeudamiento se debe precisamente a que no se ajustan desde hace más de una década la recaudación de tributos y el gasto público, cuyo componente fundamental es el gasto que conlleva el Estado de bienestar. La corrupción es deplorable, y hay que perseguirla sin cuartel, pero su peso es muy poco significativo en el porcentaje de la deuda pública. Cuando algunos partidos emergentes dicen que hay que hacer una auditoría de la deuda pública, ponen de manifiesto que no se han enterado de lo que cuesta mantener nuestro limitado Estado de bienestar.

Cuestión diferente es la de la justicia impositiva. En España, con el paso de los años, desde la primera reforma fiscal, se ha producido un alejamiento del mandato constitucional y la solución a esta situación no es otra que el cumplimiento de la Constitución. Los que más tienen han de contribuir más, por solidaridad constitucional, para el mantenimiento del Estado y del Estado de bienestar. Pero debe excluirse cualquier rastro confiscatorio, no solo porque sería inconstitucional, sino porque pondría fin a nuestro modelo de convivencia, que se fundamenta en una sociedad de consumo en que hacen falta empresarios que creen puestos de trabajo de calidad. En los árboles no crecen ni las empresas, ni el dinero, ni los empleos. Así, al margen del empleo público, que exige administraciones públicas e impuestos, el empleo privado exige empresarios, una especie que debe cuidarse con esmero.

Si se cierne sobre los empresarios una legislación opresiva, injusta, nos encontraremos en una sociedad empobrecida. Ahora bien, esto no significa postular una sociedad injusta en que los trabajadores estén indefensos ante los empresarios. Muy al contrario deben corregirse los excesos de la última reforma laboral para restituir la dignidad que merecen todos los trabajadores por cuenta ajena.